(Escribe Pablo Ordaz – Estambul) – Todos quieren un Francisco que la emprenda contra los vicios de la Iglesia a toda hora y olvidan que también es un jefe espiritual.
Hay días, pocos, en los que el papa Francisco hace de papa convencional y entre el respetable –inclúyase al público en general y a la numerosa prensa internacional que le sigue en sus viajes— cunde entonces una cierta sorpresa tiznada de decepción. Las jornadas en las que, como el sábado en Estambul, Jorge Mario Bergoglio se dedica a hablar del Espíritu Santo o de la carta de San Pablo a los corintios se pueden contar con los dedos de una mano. Desde su llegada a la silla de Pedro, precedida por el gran escándalo de las filtraciones que desembocó en la renuncia de Benedicto XVI, las intervenciones del papa Francisco han contenido siempre un claro mensaje político de denuncia, ya sea hacia dentro de la Iglesia –contra el lujo, la pederastia o la falta de misericordia— o hacia el mundo que le rodea. Sus encendidos discursos contra el sistema económico mundial, la falta de atención a los inmigrantes o la necesidad de una alianza, “más allá de las armas”, contra el terrorismo islamista le han granjeado una atención mediática sin precedentes. Pero también un murmullo de desaprobación creciente, aunque todavía poco audible, entre los sectores más conservadores de la Iglesia.
El martes pasado, durante el vuelo de regreso de Estrasburgo, donde Francisco realizó una critica feroz al “tecnicismo burocrático” de una Unión Europea (UE) que se percibe “cansada y envejecida”, un periodista le preguntó si, a tenor de sus palabras, se le podía considerar “un papa socialdemócrata”. Bergoglio, esbozando una sonrisa, contestó: “¡Querido, eso es un reduccionismo! Yo no sabría clasificarme en un lado u otro, pero todo lo que digo viene del Evangelio, que toma la doctrina social de la Iglesia. Pero gracias por la pregunta. Me ha hecho usted sonreír”. Una sonrisa que, sin embargo, no todos comparten.
Los sectores más conservadores –que van asomando la cabeza a través de ciertos blogs solo para iniciados— prefieren un papa que trine las virtudes de Dios y de su Iglesia y no uno que truene a diario contra los pecados propios y ajenos. O que, puestos a tronar, lo hiciese contra los de la acera de enfrente –parejas en pecado, uniones homosexuales, religiones tradicionalmente antagónicas— y no, como Bergoglio hace a menudo, contra sus propias huestes. Una parte de la Curia –la que vivía feliz discutiendo sobre el sexo de los ángeles en los mejores restaurantes de Roma mientras, por poner un ejemplo, 30 millones de estadounidenses abandonaban la fe católica en los últimos años— no se esperaba un papa, digamos, tan beligerante. Un papa capaz de dejar a los pies de los caballos de la justicia civil a clérigos aficionados a blanquear dinero del banco del Vaticano –monseñor Nunzio Scarano—o a aprovechar su prestigio sacerdotal para desplumar ancianas y abusar sexualmente de menores de edad, como se investiga ahora en Granada.
Un año y medio después de su elección, la actitud del papa Francisco hacia su Iglesia y hacia el mundo sigue levantando oleadas de admiración entre propios y extraños, pero también un mar de fondo cada vez más identificable después de que, durante el pasado sínodo sobre la familia, Bergoglio demostrara que no es solo un constructor de bellos discursos o de imágenes históricas –como la de ayer inclinándose y haciéndose bendecir por el patriarca ortodoxo Bartolomeo I–, sino un papa dispuesto a cambiar la Iglesia.