Por Adrián Freijo – No puede ser que la gente esté siempre equivocada, ya que un fenómeno semejante no debe darse siquiera en sociedades en las que la dirigencia tiene aquilatados antecedentes para que pensemos que está compuesta por la parte más lúcida de la sociedad; lo que seguramente no es el caso argentino…
En cuestiones en las que está en juego la calidad de vida “palpable”, los ciudadanos solemos tener bien en claro que es lo que queremos y necesitamos.
Y aunque en las vinculadas en la calidad de vida “proyectada” sea necesaria la presencia de estadistas y los eruditos, en las primeras ciertamente no.
El Código Penal supone un compendio de normas punitivas que, agotada la disuasión y la prevención, deben garantizar a la comunidad un ajustado castigo a quien viola las normas.
Y cuando esa violación afecta valores fundamentales como la vida, la integridad física o moral o –aunque a muchos les pese- la propiedad privada consagrada por nuestra Constitución, los argentinos exigimos que el castigo sea condigno y no una farsa.
Derogar la reincidencia, bajar las penas de más de un centenar de delitos, pulverizar la detención como resguardo de la seguridad pública y llevar el principio de presunción de inocencia hasta el límite de la caducidad de toda sospecha no es lo que los habitantes de este país de miedo estamos solicitando.
Y más allá de toda discusión técnica acerca del “modernismo” de la doctrina impuesta al proyecto, el presente nacional convierte al engendro en un verdadero disparate que debe ser frenado sin más, y en todo caso esperar a que se resuelva la grave emergencia en materia de seguridad que estamos viviendo.
Emergencia tal que hace absurdo estar debatiendo estas cosas que hoy un grupo de abstractos juristas ponen ante nuestros ojos como un avance…
(Nota de Adrián Freijo publicada el 5 de marzo de 2014)