Esta semana se recuerda la rendición argentina frente a las tropas británicas. Vivíamos un país irreal, decadente y engañoso, que buscó maquillar con una guerra su propio fracaso. ¿Algo ha cambiado?.
Faltaban 48 hs para que el jefe de las fuerzas de desembarco de Gran Bretaña, general Jeremy Moore, recibiese del gobernador de las Islas Malvinas designado por la Junta Militar que gobernaba el país por aquellos días, Gral. Mario Benjamín Menéndez el ominoso documento por medio del cual la Argentina se rendía incondicionalmente frente al enemigo que, además, había ocupado ilegalmente parte de nuestro territorio por 149 años.
Aún con el resultado del conflicto armado definido y en carácter de irreversible, Moore había ofrecido a los argentinos unas condiciones de rendición que podían considerarse honrosas: mantendrían sus banderas y armamento básico para sostener el orden de las tropas y la seguridad de la situación. Sin embargo, una vez más en nuestra aún joven historia, la soberbia y la sinrazón se opusieron y desde Buenos Aires llegó la absurda orden de resistir y la pretensión de un contraataque para el que ya no contábamos ni con soldados anímicamente preparados, armas equivalentes a las del enemigo y apoyo aéreo y naval imprescindible.
Y mientras en Buenos Aires aún se festejaba una victoria imposible, la realidad volvía a golpear el rostro de un país que seguía apostando a sus errores y a su decadencia.
Álvaro Alsogaray dijo, a pocas horas del final de la Guerra de Malvinas, que el país estaba “ viviendo un momento histórico equivalente al de después de Caseros. Se trataba entonces y se trata hoy de decidir el destino del país después de décadas de decadencia y absolutismo. Durante los últimos treinta y cinco años éste ha estado representado por los avances del Estado sobre las actividades privadas, operados a través de una burocracia y una tecnocracia creciente y dominadora. Este avasallamiento de las libertades individuales por parte del Estado nos ha arrastrado a la presente crisis”.
Más allá del sesgo ideológico de corte liberal que caracterizaba el pensamiento del hombre que comandó la economía nacional en dos ocasiones, es imposible negar que el estado -en dictadura o democracia- terminó convirtiéndose en el enemigo del desarrollo nacional y, en su torpeza, generó una nación habitada por pobres, sin futuro y sin encastre alguno con el mundo moderno e institucionalizado.
Toda la sociedad argentina se encuentra traspasada por capas geológicas burocráticas, cultoras de sus propios privilegios, de espaldas a la gente y abroqueladas en un micromundo que entre todas defienden con uñas y dientes a sabiendas que abrir el juego terminaría por arrasar con esa supremacía que les permite continuar gozando de beneficios que arrancan por la fuerza a la cada vez más débil y claudicante actividad privada.
El discutido creador de la UCEDE, que supo luego postrarse frente a la inconsistente conversión neoliberal del menemismo, se refería entonces a lo que él creía que era el resultado de décadas de peronismo y militarismo: un estado corporativo, elefantiásico y prebendario.
Casi cuarenta años después, en plena vigencia de una democracia formal que solo ha mostrado capacidad e intención de ser una continuidad de aquel tiempo decadente, nada ha cambiado en la Argentina, el capital privado sigue jaqueado y expoliado como entonces y ya no queda en el universo de la política una sola voz seria que muestre capacidad para convocar a la ciudadanía al inmenso, pero no imposible, intento de cambiar las cosas.
Y lo que ayer quiso esconderse tras el ruido de los cañones hoy se disfraza de una falsa épica que busca en el otro un enemigo irreal al que culpar de todos los males, mientras los actores de este verdadero drama continúan su camaleónico derrotero de errores y corruptelas.
Y aquí no ha pasado nada…