Por Adrián Freijo – El cierre del histórico café del puerto -una más de las víctimas de este momento sin historia ni casta- encierra mucho más de lo que puede parecer desde una mirada simple.
Hay lugares que son mucho más que una razón social o la calidad de la mercadería que ofrecen a sus clientes. Son aquellos que encierran entre sus paredes historias de amistad, de momentos inolvidables y de anécdotas agrandadas en el tiempo por esa humana necesidad de reconvertir los hechos para mantener su atractivo.
«El Doria», así a secas como quedará en el recuerdo, tenía mucho de todo eso. Durante dos décadas fue el punto obligado al que llegaban por la mañana los empresarios pesqueros, a los que podíamos ver comprando y vendiendo sus productos, buscando formas de financiar su operatoria o tan solo desenganchándose por un rato de las obligaciones que, en buenos o malos tiempos, siempre agobiaron a quienes eligieron a la industria para invertir y crecer.

Jorge Gómez: junto a su hermano fue parte del alma del Doria
«Paco» Ventura, Norberto Otero, «Chano» Zuccatosta, Alberto Valastro, Andrés López -siempre tratando de convencernos de la necesidad de colaborar con el Aldosivi de sus amores, que lo tenía como presidente- «Cacho» De Rosa, los cuentos desopilantes del Pata Grande y el Pata Chico, los Moscuzza, Angel Di Meglio, Esteban Mellino, el «Turco» Mahamud y tantos otros que hicieron a la historia del puerto y que fueron abonando la del mítico café.
Y por la noche…todos. «¿Tomamos un café en El Doria?» era la pregunta natural después de la cena en cualquier restaurante de Mar del Plata, aunque estuviese a cientos de cuadras del lugar.
Y el café se estiraba en inagotables charlas, debates tan vehementes como respetuosos, la copa preferida y el infaltable habano elegido de una colección que ofrecía las mejores marcas del mundo.
Allí compartí horas y risas con Jorge Gayone, con Juan Martín Freije, con mi viejo -al que hice fanático de la copita de licor Stregga con granos de café adentro y y el fuego dándole temperatura a todo- con «el gordo» Juliano o Carlitos Gilardi y tantos amigos a los que jamás dejaba de acercar a esa experiencia religiosa que era acodarse en el Doria y dejar pasar las horas entre risas y charlas.
Postales de un tiempo feliz en el que la Argentina era un país en el que todos podíamos juntarnos, salir, disfrutar y sobre todo no vivir con la angustia constante de no saber que será de nosotros el día de mañana. Un tiempo en el que la amistad era posible porque podíamos dedicar varias horas por día a abonarla, disfrutarla y consolidarla.
Un porcentaje importante de nuestros recuerdos de esa época lo tenemos atado a ese café del puerto que hoy cierra sus puertas -intacto en su decoración como si del diseño de un escudo heráldico se tratase- y se lleva consigo algo más profundo que otro ocaso comercial en este tiempo de cambios salvajes y gobiernos ávidos de quedarse con el esfuerzo ajeno.
Tal vez no lo supimos cuidar; tal vez debimos convertir en militancia urbana el seguir yendo al Doria para sostener su historia desde nuestra continuada presencia. Pero ocurre que ya muchos no están, otros no quieren estar y todos hemos ido ensombreciendo el alma y las ganas, de la mano de una patria que se nos cerró mucho antes que el Doria.
Y que como nuestro rinconcito en el puerto…ya comienza a ser recuerdo. Aunque hoy nos detengamos en el réquiem para un tiempo inolvidable.