Conflicto municipal: Mar del Plata y el alto costo de la política berreta

Por Adrián FreijoEl conflicto que tiene a la ciudad en vilo tiene protagonistas, pero no podemos permitirnos el error de creer que todos los actores poseen el mismo grado de responsabilidad en ello.

Hace mucho que los argentinos perdimos de vista cual es el grado de responsabilidad que le cabe a cada actor de los muchos conflictos que han jalonado nuestra convivencia. Así por ejemplo no fueron pocos los que pretendieron el mismo nivel de culpa para quienes en los 70 instalaron el terrorismo de estado que para quienes integraron las organizaciones subversivas.

Es claro que la mayor responsabilidad penal y política debe recaer sobre quienes ejercen la representación del estado por mandato popular, y mucho más cuando lo hacen desde un lugar de usurpadores de la soberanía del pueblo.

Y si bien a aquellos que se organizan para subvertir el orden establecido debe también alcanzarlos la persecución penal, no puede olvidarse que su delito surge de una decisión personal y/o grupal que busca encaramarse en el manejo del estado pero no lo hace en nombre de éste.

Siempre quien actúa en representación del estado tiene  mayor responsabilidad en sus actos que quien lo hace en forma sectorial, ya sea política o sindicalmente.

Aclarado este punto -sobre el que ya hace décadas el mundo civilizado ha agotado el debate- vale recordar entonces que en la cuestión que afecta a nuestra ciudad desde hace ya un mes la acción del gobierno municipal lo ubica en el primer lugar en cuanto a las responsabilidades emergentes. La administración de Arroyo parece haber olvidado que la cosa pública no puede manejarse «manu militari» y mucho menos pretender imponer visiones propias soslayando cuestiones consagradas por ley (paritarias) o por la costumbre que genera derechos adquiridos (bonificaciones docentes).

Puede cuestionarse la dureza de la posición sindical, pero no debemos olvidar que toda representación sectorial -los gremios lo son- no tiene otra opción que defender los derechos de sus afiliados desde una posición de fuerza. Y ello es tan así que la propia Constitución Nacional, que limita al máximo la coerción estatal, habilita para las organizaciones gremiales las acciones necesarias a la defensa de los derechos de los trabajadores. Aún las medidas de fuerza como las que hoy se encuentran en el centro de la escena.

Lo que hoy sucede es el resultado de una larga lista de caprichos, ninguneos y ataques del gobierno de Arroyo hacia los trabajadores municipales y su dirigencia. Ni el gobierno de Mauricio Macri -que no puede ser considerado un adalid de la justicia social- se atrevió a avanzar en forma tan grosera y violenta contra derechos adquiridos y condiciones laborales, que tal vez deban ser discutidas para adecuarlos a los cambios mundiales del mercado de trabajo pero no pueden ser avasalladas convirtiendo a los trabajadores en observadores pasivos del accionar patronal, sea estatal o privado.

La alarmante pobreza conceptual del intendente y sus colaboradores, unida a una visión autoritaria y antigua de la política que pretende emular experiencias corporativas de mediados del siglo pasado, han hecho tocar fondo a la ciudad y la han convertido en una grosera caricatura de lo que es y de lo que puede ser en momentos en los que el turismo amanece como una de las actividades productivas más importantes del planeta.

Aunque las calles destruidas sean anteriores al conflicto, los cementerios en condiciones de vergüenza también y la falta de higiene urbana nos acompañe desde el mismo momento en que Carlos Arroyo y su plan secreto se hicieron cargo de la administración comunal.

No podemos seguir pretendiendo que las responsabilidades son equivalentes; quien gobierna (o desgobierna) tiene la obligación de convocar al diálogo, alimentarlo con propuestas que habiliten una negociación y optimizar los recursos públicos para lograr un equilibrio que hoy brilla por su ausencia.

Y que debe aparecer rápidamente para terminar con el descontrol, la mugre, la venta callejera desatada, los espacios públicos colapsados, el tránsito librado a su suerte, los trámites parados, las arcas municipales exhaustas por la falta de recaudación, las playas tapadas de basura, los semáforos enloquecidos…y la gente librada a la buena de dios.

Poner en cabeza de terceros esa responsabilidad es la diferencia que existe entre un estadista y un político sin sustento ni proyecto.

Así de sencillo y así de claro.