CUANDO LA GUERRA TERMINA SIENDO PERSONAL

Años de sumisión y terror lograron el objetivo que siempre buscan los dictadores: el gobierno ruso está compuesto por personas incapaces de discutir una orden de su jefe. Y en el pecado está la redención.

Este jueves en la ciudad turca de Antalya el presidente turco Recep Tayyip Erdogan ha logrado que se reúnan a negociar con su auspicio los cancilleres de los protagonistas de la tragedia: el ruso Serguei Lavrov y el ucraniano Dimitro Kuleba.

¿Hay margen para esperar algún avance?. Mucho, si es que la inteligencia diplomática se encuentra arriba de la mesa.

Ucrania necesita que el fuego termine y Rusia, o Putin, que lo que se resuelva no tenga aroma de derrota. Aunque sepa que la estrategia militar no caminó por los carriles previstos, que las pérdidas han sido superiores a lo calculado y que las sanciones económicas convirtieron a su país en un paria que puede ver desmoronarse toda su estructura en pocos meses.

Fuera del sistema financiero, con las propiedades y fortunas de sus jerarcas y nuevos ricos embargadas o jaqueadas por el mundo, las ventas de gas y petróleo congeladas, empresas que huyen de su territorio a cada momento, la bolsa cerrada, un cepo cambiario que prohíbe la compra y venta de moneda extranjera, su comercio exterior paralizado, los precios internos disparándose y la sociedad comenzando a sufrir las consecuencias de ese aislamiento, el futuro inmediato de la sociedad rusa -y por lo tanto de su gobierno- es bastante más que preocupante.

Y aunque parezca insólito, ahí aparece la posibilidad de avanzar en un acuerdo.

Los dueños del poder económico ruso necesitan que, al menos de a poco, el país sea aceptado nuevamente en el sistema. Será primero en el sector financiero, luego en el energético y tal vez en un par de años en el comercial.

Rusia con Putin al mando tardará en normalizarse mucho más tiempo que con otra conducción. No es previsible un mundo dispuesto a negociar rápidamente con un hombre que lo ha enfrentado, que ha ordenado bombardeos sobre blancos civiles y que ha demostrado una vez más desprecio por el sistema internacional.

Sobre la mesa de negociaciones habrá puntos no negociables pero posibles de ser acordados:

-El ingreso de Ucrania a la OTAN, algo que la interesada y sus aliados de occidente ya han señalado que es posible quitar como pretensión hacia el futuro.

-La situación de la independencia de los territorios ocupados por los rusos con la anexión de Crimea, en 2014, y en la región del Donbas, en el este de Ucrania, para lo que se está explorando una solución al estilo Hong Kong que fijaría un plazo, y tal vez una consulta, para el traspaso de la soberanía. Una forma elegante de rescatar lo que fue el pretexto original del conflicto.

Pero nada de esto podrá avanzar en el tiempo si Vladimir Putin sigue al frente del gobierno ruso.

Por eso la oportunidad está atada al compromiso de salida del autócrata, lo que se está negociando por estas horas con los poderosos protagonistas de la nueva clase poderosa de un país que finge tener una «nomenklatura» política pero en realidad se mueve por intereses millonarios de unos pocos.

Putin lo sabe -como sabe que su destino final es el de sentarse frente a un tribunal internacional para responder por crímenes de guerra- y en la reacción defensiva que pueda tener está el mayor riesgo del momento.

Ni siquiera alguna lógica intentada en sus más recientes apariciones públicas -recordando que su país no puso misiles en Canadá ni en México mientras que la OTAN si los colocó apuntando al corazón de Rusia en Polonia y la frontera Ucraniana y ubicándose así en la posición de agredido y no de agresor- parece suficiente para que de su salida dependa el tiempo en que se extiendan las sanciones a una nación jaqueada por las equivocadas decisiones estratégicas de su conductor.

Como aquellos generales que no se animaban a decirle a Adolfo Hitler que los ejércitos que movía sobre los mapas del bunker final ya no existían, hoy los funcionarios de una Rusia aislada y al borde del colapso económico parecen temblar ante la posibilidad de pedir a su jefe que detenga un avance que el mundo repudia, rechaza y sanciona.

Pero los ricos, los dueños del dinero y el poder, parecen estar pensando otra cosa.