Cuatro estados decidirán la jefatura del Estado y del Gobierno en las elecciones en Estados Unidos: Nevada, Michigan, Pensilvania y Carolina del Norte.
Ése es el resultado de las elecciones presidenciales que terminaron ayer, y en las que se decidía la continuidad del republicano Donald Trump o su reemplazo por el demócrata Joe Biden.
El resultado es que no se sabrá el ganador hasta hoy, o hasta el viernes, o hasta… mediados de diciembre. Todo depende del recuento de los votos. Y Estados Unidos no tiene una Junta Electoral Central, es decir, un organismo independiente que supervise las elecciones. Tampoco los estados lo tienen.
Así, en el estado que puede tener la clave de la elección, Pensilvania, cada condado tiene reglas diferentes para contar los votos. Allí, además, se siguen admitiendo votos por correo hasta el viernes, siempre que éstos hayan sido matasellados el martes – día de las lecciones – como muy tarde, o si el matasellos no es visible, no exista una manera clara de saber que el sufragio ha sido emitido después de la fecha tope.
Con el 83% del voto escrutado en Nevada, y menos de 10.000 votos de ventaja para Joe Biden, cada voto cuenta para ampliar la ligera superioridad de los demócratas. El estado ha anunciado que detiene el recuento, para retomarlo mañana a partir de las 9:00 (hora local).
Michigan cree que el recuento de todos los sufragios le llevará hasta el viernes, aunque Wisconsin espera tenerlo concluido hoy a las doce del mediodía hora local, o sea, las siete de la tarde hora de la Península. En Maine , que estrena un sistema electoral nuevo en el que los votantes pueden elegir a dos candidatos – uno, su preferido, otro, en segundo lugar- se ha impuesto Biden.
Así que la puerta está abierta de par en a la incertidumbre. Y, con ella, a la politización y a los procesos legales. El resultado es incierto. Trump tiene 217 ‘votos electorales’ – en la práctica, compromisarios – en su columna; Biden, 234. El ganador necesita 270. Existe una posibilidad, real, de que ambos acaben empatados con 269. En ese caso, la Cámara de Representantes del Congreso elige al ganador.
Pero no lo hace por una votación normal, en la que cada congresista tiene un voto, sino con un sistema especial en el que cada estado tiene un voto, y el partido que ha logrado más representantes en ese estado lo representa. La diferencia es fundamental: por escaños, los demócratas tienen mayoría absoluta y holgada en la Cámara; pero hay más estados en los que los republicanos ganan. Así pues, el ganador, en ese caso, sería Trump.
Así, estas elecciones de 2020 tienen algo de déjà vu. De déjà vu de 2000, cuando otra disputa entre Al Gore y George W. Bush acabó en el Supremo que votó, de acuerdo a líneas partidistas (cinco votos republicanos contra cuatro demócratas) el favor del segundo. Y de déjà vu de 2016 porque, una vez más, Donald Trump volvió a exceder las expectativas generadas por las encuestas.
LA EMERGENCIA DEL VOTO OCULTO
Las elecciones han vuelto a dejar claro que Donald Trump cuenta con un considerable voto oculto que no sale en los sondeos. Es más: los análisis que predecían una ‘ola azul’ -en referencia al color del Partido Demócrata, contra el rojo de los republicanos- se equivocaron. No es sólo que Biden no ganara la Casa Blanca de calle, como las encuestas sugerían; es que los demócratas estaban encontrando muchas más dificultades a la hora de conseguir la mayoría en el Senado.
Las encuestas tampoco previeron el hundimiento de Biden entre los votantes hispanos en prácticamente todos los estados, y la subida de la popularidad de Trump entre los afroamericanos. Trump ha perdido masivamente entre ambos electorados, pero por menor cuantía que en 2016, lo que le ha permitido mantener Florida y Texas, dos estados sin los que no podría tener la Casa Blanca en sus manos. Así que, después de cuatro años acusándole de «racista» y «xenófobo», los demócratas se han encontrado con que las minorías rechazan a Trump menos que en 2016.