DELITO: LA PANDEMIA QUE SIGUE SIN VACUNA

El crecimiento exponencial del delito y la evidente falta de preparación del estado para combatirlo se convierten en una crisis que genera más muertes y síntomas post traumáticos que el coronavirus.

Si de alguna forma sencilla se puede graficar la falta de políticas de estado en materia de seguridad las personalidades y miradas de Patricia Bullrich y Sabrina Frederic agotan cualquier debate.

Mientras una es cultora de la línea dura, con perfiles represivos y endurecimiento de las penas por sobre la prevención, la otra -que hoy tiene en sus manos el manejo de las reglas de juego para enfrentar a la delincuencia- no puede esconder su perfil garantista y una posición al menos incómoda en su relación con las instituciones encargadas de combatir al delito.

No es lógico que un país salte con tanta convicción de una orilla a la otra del problema…

Y mucho menos que, dentro de una misma administración, aparezcan tantos roces y discusiones como los que se dan entre la ministra del gobierno nacional y su par provincial Sergio Berni; algo que excede la capacidad de sorpresa de los ciudadanos y que pone a las fuerzas de seguridad nacionales, que deben actuar en ambos distritos, en una verdadera ciénaga en la que todo se mueve bajo sus pies.

Póngase por un momento el lector en la piel de un gendarme o un prefecto que es trasladado a un territorio que responda a una u otra mirada del problema: ¿cómo se aplica a la gestión un trabajo profesional con estrategias tan contrapuestas?.

El crecimiento exponencial de los casos de inseguridad, con la aparición de la nueva modalidad de enfrentamientos entre grupos criminales, ajustes de cuentas y batallas campales entre delincuentes de alta o baja monta que deja a los vecinos como rehenes indefensos, habla de la naturalización del delito que avanza con la misma impunidad que en los últimos años lo hizo el consumo y tráfico de drogas, el comercio ilegal de armas y el «bandismo» como nueva modalidad de relacionarse de los sectores marginales.

Y así como la crisis sanitaria dejará secuelas psicológicas en toda la sociedad -no solo en quienes se hayan contagiado en el camino- no es exagerado pensar que esta nueva vida, con los tiros y la sangre como telón de fondo, también tendrá sus consecuencias determinantes cuando de calidad de vida hablamos. Mientras la dirigencia discute, pelea y salta a una vera a otra del camino sin acertar a la vigencia de las leyes, la comunidad observa atónita como el delito tiene mayor ritmo de avance, más organización y más claridad en sus objetivos.

Una deuda que no se saldará jamás mientras lo ideológico se imponga por sobre la realidad y la ñoña declamación de  los derechos del delincuente arrase los que la Constitución Nacional consagra para los ciudadanos que se apegan a sus normas. Un síntoma más de una sociedad que ha perdido el rumbo, carece de una conducción preparada y sigue alegremente a los bandazos mientras el mundo, que la observa azorado y harto de tanta incoherencia, sigue su rumbo alejándose cada vez más de cualquier criterio de solidaridad con quienes no son capaces de construir su propio camino.

Hoy la Argentina es el reino de los delincuentes y un país en el que quien viola las leyes tiene más reconocimiento que los trabajadores o los jubilados. Y eso solo define moralmente a quienes la gobiernan, no ahora sino desde hace décadas.

Nos gusto o no, para esta enfermedad nadie busca vacuna y vino, además, para quedarse e imponer las reglas de la nueva convivencia.

Así de simple…