Ha recibido un empujón para salir de la presidencia por la puerta de atrás. La Cámara de Diputados brasileña ha aprobado la apertura del proceso de impeachment por 367 votos 137 en contra.
Más de lo esperado. Una derrota completa para el Gobierno y para Rousseff. Por tanto, el juicio de destitución avanza hacia el Senado, donde será votado, probablemente, a principios de mayo. Allí bastará una fácil mayoría simple, cosa que parece ahora muy probable, para que Rousseff sea apartada provisionalmente del cargo hasta 180 días mientras se le juzga propiamente en ambas Cámaras. Pero para entonces, si no ha renunciado ya, su capital político se habrá diluido completamente.
La votación, que comenzó con una discusión tensa, accidentada, con interrupciones nerviosas, gritos, empujones e, incluso, cánticos un tanto ridículos a veces, arrancó a la hora: las dos de la tarde. Fue presidida por el polémico Eduardo Cunha, el diputado evangélico enemigo de Rousseff acusado por la Fiscalía de regentar millonarias cuentas en Suiza alimentadas por sobornos de Petrobras; todo un síntoma de la estatura moral de buena parte del Congreso brasileño.
La sesión decisiva se celebró después de dos jornadas maratonianas de debate que se alargaron, entre el viernes y el sábado, durante más de 43 horas, constituyendo todo un récord de parlamentarismo en el país. Los diputados, ya a las seis de la tarde, votaron uno a uno. Contaban con diez segundos para dar una explicación de su voto, pero la mayoría convirtió ese tiempo en una encendida proclama lanzada a gritos y dedicada a sus electores ante una audiencia televisiva inimaginable. Muchos aludieron, de paso, a Dios, a su familia, «a mi querido hijo», «a mi hermoso pueblo», «a mi esposo Rafael», a los agentes de seguros, a sus amigos, a la honra de sus nietos, a su madrecita o a «mi tía, que me cuidó de pequeño». El mismo Cunha votó ya muy adelantada la sesión. Como frase escogió un simple «Que Dios bendiga esta nación» mientras recibía un abucheo monumental («¡Fora Cunha!, «¡Fora Cunha!») emitido desde las filas de los diputados gubernamentales y que se escuchó durante unos largos y violentos segundos.
Mientras los parlamentarios votaban en esta sesión que a veces derivaba en puro surrealismo, miles de ciudadanos, de uno y otro lado, salían a la calle de las principales ciudades brasileñas, a fin de demostrar el apoyo a su opción. En Brasilia, en un símbolo claro de la división casi meridiana del país (el 60% de la población apoya el impeachment, según una encuesta reciente) la multitud se reunió en una explanada situada enfrente del Congreso separada por un muro de acero de dos kilómetros levantado por la policía para evitar incidentes. De un lado, los defensores de Dilma Rousseff, los que consideraban, como la propia presidenta, que el impeachemnt es un golpe de Estado envuelto en una legalidad aparente; del otro, los que creen que hay razones de sobra, económicas, políticas y morales, para que Rousseff abandone el cargo. Eso sí: el jueves, un grupo de brasileños utilizó el ya famoso muro para echar un partidillo amistoso de voleibol, reivindicando el espíritu festivo y amigo de reírse de todo de buena parte del país.
El impeachment se basa, en puridad, en ciertas prácticas ilegales de la presidenta y su equipo económico para equilibrar el presupuesto a base de recurrir a préstamos de bancos públicos. Pero, como se preveía, los diputados contrarios a Rousseff no aludieron mucho, en los dos días de debate previos a la votación, a ese tema tan complejo y se refirieron, sobre todo, a la ingente crisis económica que ahoga el país, al desempleo creciente, a la falta de popularidad y a la corrupción del Caso Petrobras.