Pareciera que ningún dirigente de la política nacional puede evitar enfrascarse en esta cabalgata de frases más o menos chispeantes y grandilocuentes, pero siempre vacías, en las que se ha convertido una actividad que, desde el fondo de los siglos, tiene como destino final administrar la realidad en beneficio de la sociedad.
Cada día, sin solución de continuidad, los argentinos tomamos nota de enfrentamientos verbales que nada aportan a mejorar nuestra débil situación y que por el contrario ahondan una brecha cada vez mayor en la que todos comenzamos a vernos como enemigos irreconciliables.
El valor de la palabra –desde el momento mismo en que fue pensada para comunicar a los hombres- entra así en un proceso de devaluación aún más agudo que el de la moneda.
Y lo hace hasta el punto de convertirse en lo contrario: en un disvalor.
Se desconfía del que habla y se toma como “vivo” al que calla; se escapa del discurso y se valora su contracara que es el aislamiento.
Se renuncia con ello a la comunicación como expresión del progreso universal y garantía de “saber de que se trata”, dos elementos constitutivos de la cultura humana en su más original esencia.
¿O no es el hombre pura comunicación desde el momento mismo de su gestación?, ¿o no intenta comunicarse con su madre el feto que patea dentro del vientre?.
Sería bueno entonces que cesen los insultos y frases grandilocuentes –que son una abyección de la palabra como instrumento- y queden en nuestro universo nacional y local los términos justos y necesarios para que entendamos y confiemos.
¿Será demasiado pedir?