El gobierno agita el fantasma de la Alianza para desacreditar el acuerdo entre la UCR y el Pro. ¿Es posible reeditar lo ocurrido en el pasado y repetir el 2001?
El kirchnerismo parece haber definido cual va a ser su estrategia de cara a los comicios de este año: recordarle a la sociedad lo acontecido con la Alianza que en 1999 se hizo del poder, para tener que abandonarlo con el país en llamas tan sólo dos años después.
Sin embargo muchas son las diferencias entre aquella experiencia y aquella Argentina con lo que hoy vivimos en el país y en el mundo.
En primer lugar esta unión de voluntades marca, por primera vez en décadas, la falta de dirigentes peronistas en los lugares de decisión.
En 1999 Carlos «Chacho» Alvarez lideraba una de las patas del acuerdo y fue su visión peronista de la acumulación del poder lo que desde el comienzo de la gestión llevó al gobierno de Fernando De la Rúa a un callejón sin salida.
Alvarez quería ser el que mandara y además ,por un ADN justicialista que no podía ni quería superar, forzaba las situaciones para imitar los métodos de conducción que había aprendido en su partido. Porque además soñaba con que desde su lugar de expectativa y privilegio podría convertirse en corto tiempo en «el» referente peronista de la Argentina.
En buen romance, su mediocridad política le hacía suponer que era más importante ser el «primus inter paris» del PJ que el vicepresidente de una república arrasada por la corrupción, jaqueada por la desocupación y acorralada por una deuda pública impagable que se había recibido como herencia del menemismo.
Cuando se decide a dar el zarpazo y presenta la renuncia, Alvarez soñaba con un 17 de octubre que lo depositara en el balcón de la Casa Rosada como a Perón en 1945. Terminó dando una conferencia de prensa en un café…
Hoy tampoco está Alfonsín y con él ha terminado una etapa hegemónica en el radicalismo, conducida por un hombre terco, incapaz de escuchar a las estructuras orgánicas de su partido y convencido de que el camino correcto era siempre el que él marcaba. Los resultados de la convención del último sábado muestran a las claras que la UCR, aún con serias dificultades que estarán presentes en los próximos meses, es capaz de resolver en forma democrática sus diferencias y aceptar que en toda cuestión sujeta a votación siempre hay vencedores y vencidos y que ello no es el fin del mundo.
Pero además Mauricio Macri no es De la Rúa y vaya si ha sabido demostrarlo.
El ex presidente transitó su etapa de jefe de gobierno capitalino con una férrea sociedad con Carlos Menem. Para el riojano el radical era un importante contrapeso de los embates de Eduardo Duhalde y su intención era depositarlo en las elecciones lo más armado posible.
Al revés de lo que le ocurre al jefe del PRO, De la Rúa contó durante su gestión con todo el apoyo del gobierno central y, dicen los que estaban cerca del despacho principal de la Rosada, hasta de ayuda económica para encarar la campaña.
Lo que introduce otra diferencia, aunque tal vez menor, en las circunstancias actuales con las vividas por entonces: la inquina de Duhalde con el nuevo presidente y su administración -generada en aquella alianza de De la Rúa con Menem- cerró las puertas a cualquier diálogo e hizo que el peronismo se dedicase a boicotear sistemáticamente al nuevo gobierno.
Por supuesto que la situación internacional, con una soja que apenas pisaba los U$S 100 por tonelada, tuvo una incidencia fenomenal en el fracaso de la Alianza.
Limitados al máximos los ingresos provenientes del comercio exterior y obligado el gobierno de entonces a aceptar por ello condiciones groseras de refinanciación de deuda ante la imposibilidad de hacerse de las divisas para afrontar vencimientos sin lesionar con ello el consumo interno, el círculo vicioso fue agrandándose hasta hacer estallar en mil pedazos la experiencia.
En síntesis, un vicepresidente ávido de convertirse en cabeza de su partido, una oposición sólo interesada en desgastar al poder y una situación internacional de recesión absoluta eran las condiciones en las que debía moverse por entonces un Fernando de la Rúa que, al revés de lo que ocurre con Mayricio Macri, no tenía capacidad alguna de gestión ni liderazgo sobre su propio partido.
Hoy las cosas son diferentes. El frente externo, aún pasando por un momento delicado en el que la caída de los precios de las materias primas generan dificultades serias en la balanza de pagos del país, no es ni remotamente de la gravedad de antaño.
Levantado el cepo cambiario y recompuesta la relación con el mundo -lo que no aparece difícil en el escenario que alumbra en el país- el volumen del comercio exterior argentino asegura un flujo de divisas harto suficiente para atender las cuentas públicas y recomponer a buen ritmo las reservas.
El peronismo no es hoy lo que era en 1999. Partido al menos en tres pedazos, con un kirchnerismo que deberá abroquelarse para atender las demandas de justicia de una sociedad harta de la corrupción y el autoritarismo y con una presumible pelea por generar nuevos liderazgos, no es imaginable que aún queriéndolo pueda hacer el daño que el de aquellos años le hizo a De la Rúa.
Algo similar a lo que ocurre con el sindicalismo argentino, implosionado en cinco centrales sindicales, cuestionado hasta la confrontación por sus propias bases y dependiendo de una buena relación con el gobierno -cualquiera sea el ganador de octubre- para no ser arrasado por una realidad marcada por la inflación, el trabajo en negro y la desocupación.
Tres temas que supieron esconder tras el relato oficial y las prebendas pero que hoy comienzan a explotar en sus caras sin que logren ya soslayarlos.
Y los partidos de la coalición con una situación diferente a las que por aquellos años tenían los integrantes de la Alianza.
La UCR, que posiblemente logre gobernar en cinco o seis provincias argentinas, mirará el 2019 con expectativas presidenciales sabiendo que para ello no podrá darse el lujo de ser parte de un nuevo fracaso.
Claro que les será difícil a los radicales contener sus ansias internistas, pero la carencia de un liderazgo absoluto empujará una organización por distrito que, tal vez sin que se den cuenta o la busquen, los abocará a una tarea a la que no están demasiado acostumbrados: gobernar, negociar…y callar.
Y Elisa Carrió, a la que todos ven con destino protagónico en el «Nunca Más» de la corrupción, será como siempre una incógnita que sólo se develará en su justo momento. Pero todo indica que la posibilidad de daño de la líder de la Coalición Cívica puede ser mayos antes del comicio que luego de un eventual triunfo.
En los círculos cercanos al candidato presidencial del PRO suele escucharse que «a Lilita la Procuración, la Corte…o una importante misión en el exterior». Veremos.
Y por último -aunque por protagonismo estará en primer lugar- la gente.
Los argentinos ya no somos los del 2001, entre otras cosas porque vivimos el 2001. Y aunque las divisiones que deja el kirchnerismo sean un delicado problema a resolver en el tiempo, no es demasiado creíble que las «masas populares de la década ganada» vean en Cristina lo que las generaciones pasadas vieron en Perón en el exilio.
Más bien, si el hipotético gobierno de la nueva concertación no comete la torpeza de arrasar con la ayuda social y los subsidios y comprende la necesidad de ir retirándolos paulatina y prudentemente, puede imaginarse que se dará lo que siempre se da en este país o en cualquiera del mundo: los beneficiarios de la acción del estado vuelcan sus simpatías en quien lo dirige y olvidan rápidamente a quien, aún creyéndose dueño del poder y del país, vuelve al llano sin lapicera, pesos ni discursos.
Una encuesta reciente dice que el 60% de los beneficiados por los subsidios a los servicios públicos reconoce estar en condiciones de afrontar el pago de los mismos sin ese beneficio. Se tratará entonces de afinar el lápiz, ver quien puede y quien no puede y actuar en consecuencia.
No se trata entonces de confrontar, tomar decisiones épicas ni luchar contra eternos enemigos en las sombras. Se trata de administrar un país en problemas pero en movimiento; capaz de regenerar su tejido rápidamente, en la medida en que observe en sus gobernantes seriedad, ideas y transparencia.
Porque la mejor garantía contra este «Fantasma de la A» que hoy agita el gobierno es justamente asentarse en esos tres pilares para marcar la diferencia con aquella Alianza trasnochada que terminó pagan platos rotos propios y ajenos por la incapacidad de quienes la administraban.
En el marco de una realidad muy diferente a la actual.