(Escribe Miguel Angel Bastenier) – ¿Tiene valor periodístico una lengua que necesita de tantas palabras para expresar una idea?. La respuesta está en esta nota.
La lengua castellana necesita más palabras que el inglés para decir más o menos lo mismo, pero no por ello carece de valores periodísticos.Su orden natural narrativo, sujeto-verbo-predicado, se acomoda perfectamente a contar historias, aunque eso no quite que haya otras fórmulas, sobre todo para el reportaje, de enfocar el texto.
El castellano o español es una maquinaria de relojería perfecta, en la que hay un lugar para cada cosa y cada cosa busca su lugar; diría incluso que es más cartesiana que el francés, del que el afamado lingüista de la televisión, Bernard Pivot (del antiguo programa L’Apostrophe) dijo que era una prima donna, que hacía lo que le daba la gana, y justificaba sus caprichos remitiéndose con frecuencia a usos medievales. El castellano, en evolución constante como cualquier lengua occidental moderna, cristaliza de una forma u otra, aunque esa cristalización sea susceptible de transformarse con el tiempo en otra distinta. Pero es siempre un artefacto implacable en el que hay una regla, una norma para todo. Veamos cómo, por ejemplo, si uno conoce la teoría del acento sabrá siempre, aunque sea la primera vez que ve determinada palabra que no lleve tilde, donde debe recaer el acento tónico y podrá pronunciar correctamente el término aunque lo desconozca.
Eso nos sitúa en el punto de partida de la formación periodística, que arranca, inevitablemente, del medio en el que nacemos: una casa con libros y periódicos estará mejor amueblada para la formación del futuro profesional que otra que carezca de ello, aunque por supuesto que nada es irremediable para la tenacidad y el esfuerzo; la formación continuará en las instituciones habilitadas para ello, facultades, y sobre todo escuelas especializadas del tipo que en Europa se llama vocational, es decir, eminentemente prácticas; pero la culminación de ese proceso, no nos engañemos, solo se producirá en el ámbito de las publicaciones, preferentemente periódicos, tanto digitales como impresos. Un licenciado en periodismo tiene que convertirse en periodista solo donde eso es posible, las publicaciones. Y sé de sobra que esa creencia se puede postular de cualquier estudio universitario, pero sostengo que en periodismo la brecha entre teoría y práctica es mayor que en ninguno de los saberes clásicos.
La lengua es lo más grande que tenemos: nos explica el mundo y nos permite explicarnos
El corolario de todo ello es que los periodistas para ejercer su profesión en plenitud han de vivir en el interior de la lengua, sentirse rodeados por lo que llamo «el líquido amniótico» del castellano, lo que no necesariamente significa saberse todas las reglas como si fueran el catecismo, sino sentir la familiaridad de lo que se ha incorporado, diría que casi genéticamente, al ADN profesional; ser mucho mejor que saber. La puntuación es un perfecto ejemplo de lo anterior, encaminada como está a hacer la lectura plenamente inteligible, y no a complicarnos la vida para satisfacción de eruditos. El punto y seguido no se rifa sobre el texto, alternándolo con el punto y aparte, a tenor del número de líneas que llevemos escritas, sino que implica una breve separación de elementos dentro de un mismo eje informativo, mientras que el punto y aparte sí que implicará un cambio de eje dentro de la necesaria unidad del texto. El punto y coma igualmente tendrá su momento en el enunciado de características consecutivas de un mismo sujeto, que en su interior contenga comas, precisamente para no incurrir en confusión de donde comienza y acaba cada uno de esos enunciados. Puntuar bien no es un bizantinismo sino una necesidad periodística, pero es cierto que se puntúa bien cuando se ha dado ese proceso de interiorización de la lengua, mucho más que por el conocimiento de una normativa que siempre es interpretable, como ocurre con la coma, de la que tan fácilmente cabe abusar como quedarse corto.
Y mi conclusión es que la lengua es lo más grande que tenemos, lo que nos explica el mundo y nos permite explicarnos al mundo —probablemente, tarea fundamental del periodismo— y que cualquier desempeño profesional por ahí comienza. Nada que esté bien escrito carece de algún mérito, siquiera sea solo cultural, y nada que esté mal escrito puede ser plenamente satisfactorio, por mucha investigación que le eche. Y que no se diga que la mentira puede estar bien desarrollada técnica, periodísticamente, porque la mentira nunca es periodismo; es otra cosa: propaganda, maledicencia, engaño. Y lo malo es que si la mentira suele estar bastante a la vista, la verdad es mucho más escurridiza y raramente se presenta como absoluta. Por eso, la profesión de periodista puede ser tan apasionante como enriquecedora; es la búsqueda de quiénes somos, dónde estamos, qué queremos y cómo podemos, dignamente, conseguirlo.