La reunión del G20 en Buenos Aires no deparó sorpresas. En plena crisis del multilateralismo la estrategia de las grandes potencias, con EEUU como bastonero, deja un saldo global esperable.
Decíamos hace pocas horas que la única intención del presidente Donald Trump en su paso por Buenos Aires era neutralizar la creciente influencia China en la región, aunque la escondiese tras una supuestamente fundamental reunión bilateral con su presidente Xi Jiping, algo que ambos mandatarios sabían que no pasaba de una puesta en escena: ninguno de los dos está dispuesto hoy a dar un paso en el cambio de las posturas comerciales que vienen sosteniendo y que seguramente de aquí en más se convertirá en una verdadera guerra comercial, aún en ciernes.
El norteamericano movió sus fichas y seguramente se lleva de la devaluada cumbre los mejores dividendos. Los tratados bilaterales de libre comercio con Canadá y Mèxico, arrancados desde una posición de fuerza que ambos países consideran extorsiva, serán ahora una realidad que deberán observar los demás países de Amèrica Latina si quieren mantener fluidas (aunque limitadas) relaciones de intercambio con el gigante del norte. Esas son las reglas de juego y a ellas habrán de atenerse.
Para la Unión Europea todo ha sido un verdadero fracaso por languidez. Si algo faltaba para consolidar su posición de tercero en discordia –con voz cada vez más queda y voto cada vez más simbólico– estas jornadas argentinas quedarán como un hito que puede marcar el fin de un sueño iniciado en los años sesenta del siglo anterior, con apogeo en el estado de bienestar de los 80 y triste y solitario final llegando a la segunda década del presente.
La tardía y accidentada llegada de Angela Merkel y la poca influencia que su ausencia tuvo en el núcleo de lo tratado, suponen casi una radiografía de lo que pasa en el mundo. la vieja Europa no tiene hoy fuerza suficiente para condicionar a Trump ni para frenar a China; y esto será así durante las próximas décadas, salvo que alguno de los dos protagonistas ingrese en una crisis de debilidad que hoy no se avizora.
Párrafo aparte para Vladimir Putin. El premier soviético, que llegó como figura central a las cumbres de China y Alemania, quedó ahora relegado a un desvaído segundo plano. Su sueño de recrear el poderío de la ex Unión Soviética y convertirse en el interlocutor de EEUU en la administración del poder mundial parece hoy cercano a su fin. Claro que la volcánica personalidad del dirigente obliga a no bajar jamás la guardia frente a sus aventuras militares. Limitadas por ahora a la región circundante a su país, pero con un signo de interrogación hacia el futuro.
El mundo del siglo XXI comiena a consolidar una nueva realidad diplomática; de aquí en más el bilateralismo tomará el centro de la escena y la lucha será explícita entre los dos contendientes en pugna. Aunque la experiencia Trump llegase a su fin, difícilmente una administración norteamericana se atreviese a borrar de un plumazo las medidas de protección a la producción nacional que el magnate ha ido generando durante su mandato.
Algo similar ocurrió tras la experiencia de Ronald Reagan en EEUU. Su sucesor, el recientemente fallecido George Bush no alcanzó a tomar nota del cambio de era y dilapidó en experiencias bélicas todo el escudo de protección económica levantado por su antecesor. El espejo de aquel estado de bienestar campante en la Europa de aquellos años terminó por llevarse puesta la experiencia republicana y dio paso a los «años sociales» de Bill Clinton que no hubiesen sido posibles sin la fortaleza acumulada -aún en medio de un déficit fiscal explosivo que suele no ser un problema demasiado grave para el país productor del dólar- por aquellas «reaganomics» del más querido presidente del último siglo.
Algo habrá que reconocerle a Trump: concentrado en proteger la industria nacional utiliza una estrategia de amenaza permanente hacia el exterior pero bien se cuida que la sangre no llegue al río. Si se analiza fríamente su estrategia deberá concluirse que en política exterior son más las amenazas que los hechos. Casi como si estuviese inaugurando un tiempo de «guerras sin soldados» que aún cuesta que el mundo entienda y digiera.
Pasó entonces la que tal vez sea la última expresión de un multilateralismo en el que los fuertes de ayer son los débiles de hoy y en un mundo en el que los dos protagonistas vuelven a ser idénticos a ellos mismos.
Porque China siempre prefirió la diplomacia cara a cara y EEUU conoció sus momentos de mayor poder global cuando logro evitar los condicionamientos de socios incómodos.
Para Argentina, que poco y nada tiene para aportar al debate final, quedará el recuerdo de una organización a la altura del acontecimiento, un control de la protesta callejera que superó largamente el logrado en circunstancias similares por otras grandes capitales del mundo y un extraño récord seguramente difícil de igualar: durante la Cumbre de las Américas en Mar del Plata (2005) fue enterrado el NAFTA como proyecto hegemónico norteamericano y ahora, en esta reunión del G20, ocurre lo mismo con el multilateralismo que signó la política mundial en los últimos 25 años.
Casi como para que los poderosos lo piensen muy bien antes de volver a elegir estas tierras como sede de sus devaluadas tertulias.