Redacción – Martín Miguel de Güemes ya es parte de la mejor historia de la Patria. Lo guerra de guerrillas, su carisma y su visión clara de la realidad lo hicieron protagonista de un tiempo inolvidable.
Para el centralismo porteño fue un «gaucho salvaje y déspota», para los salteños «el padre de los pobres y el jefe espiritual de la provincia«. Para la historia, junto con un pequeño puñado de patriotas que integran Castelli, Dorrego, San Martín y Belgrano, uno de los pocos que entendió de que se trataba la emancipación y que era lo que había que entregar para lograrla.
Sin embargo hasta sus enemigos, o al menos aquellos que pensaban distinto pero amaban igualmente a su tierra, la figura del caudillo fue siempre un faro luminoso al que había que seguir para entender de que se hablaba cuando del amor a la patria se trataba.
En sus Memorias, el general unitario José María Paz se quejaba de Martín Miguel de Güemes, el jefe de los Infernales: “Poseía la elocuencia peculiar que arrastra a las masas de nuestro país. Principió por identificarse con los gauchos. Desde entonces empleó el bien conocido arbitrio de otros caudillos de indisponer a la plebe contra la clase más elevada de la sociedad (…) sin embargo este orador tenía para los gauchos tal unción en sus palabras y una elocuencia tan persuasiva, que hubieran ido en derechura a hacerse matar para probarle su convencimiento y su adhesión” dijo José María Paz, tal ves el máximo estratega del unitarismo real -ese que crecía en las provincias no como expresión de adhesión al porteñismo sino como respuesta a los personalismos que acompañaban la aparición de los caudillos provinciales que convocaban a la adhesión a sus figuras y no a una institucionalidad que fortaleciese el sistema federal. Nada que no haya acompañado a la Argentina en su decadencia irrefrenable hasta nuestros días…
Güemes se hacía entender, tanto por los más pobres que componían la más extendida de las clases sociales de una provincia que, como todas, enfrentaba sin demasiados argumentos sólidos la etapa pos colonial que se había lanzado en Buenos Aires. Para ellos Martín Miguel “el Padre de los Pobres” aunque su alcurnia personal lo emparentase con lo más granado de la oligarquía más rancia de la provincia más conservadora del interior profundo de la nación que, aún sin saberlo, estaba naciendo.
“Era adorado por sus gauchos, que no veían en su ídolo sino al representante de la ínfima clase, al protector y al padre de los pobres, como lo llamaban, y también, al patriota sincero y decidido por la independencia porque lo era en alto grado. El despreció las ofertas de los generales realistas, hizo una guerra porfiada y al fin, tuvo la gloria de morir por la causa de su elección, que era la de la América entera” recordaba Paz, un patriota tan convencido como el salteño que interpretaba con la misma lucidez la realidad de la provincia que lo tenía como eje: mientras Salta convivía con su clase alta la Córdoba de «el Manco» ya había bajado su pulgar a una oligarquía que había volcado sobre el pueblo todo el desprecio imaginable en forma de privilegios y monopolios que eran los que habían disparado los días de mayo.
“Aunque educado y perteneciente a una clase notable de Salta, Martín Güemes manifestó siempre una tendencia a halagar las pasiones de las multitudes para conquistarse su afecto y dividirlas de las clases cultas de la sociedad, haciendo de ellas el pedestal de su elevación” dijo de él Bartolomé Mitre. Tal vez pocos como el fundador de «La Nación» comprendían el «peligro» de los caudillos populares y de esa adhesión que despertaban en su gente y en sus pueblos. Buenos Aires, dueña de todos los privilegios y parasitaria dependiente de los esfuerzos del interior, nunca cambiaría esa mirada sectaria que la colocaría por siempre de espaldas a las provincias argentina.
Pero Güemes fue la puerta de entrada a la independencia de la Patria. Como Juana Azurduy, heredera de las luchas de su esposo Manuel Ascencio Padilla, en el Alto Perú, el salteño plantó bandera a los españoles con su guerra de guerrillas y logró impedir el avance sobre nuestro territorio con dos consecuencias que a la postre fueron fundamentales para el nacimiento de una nueva nación: conseguir el tiempo necesario para que el Congreso de Tucumán deliberase y declarase la independencia y evitar el paso de los ejércitos españoles hacia Buenos Aires para abortar el naciente, y aún desorganizado, gobierno revolucionario.
Por eso tanto Manuel Belgrano, como José de San Martín, valoraban la acción de Güemes y lo defendían de la maledicencia porteña que pretendía mostrarlo como un gaucho brutal que imponía su pensamiento con el terror.
Ni siquiera aquella masa popular que acompañó los restos a su entierro en la Capilla de Chamical, tras su muerte el 17 de junio de 1821, logró cambiar la sesgada mirada de esa Buenos Aires que había asesinado a Manuel Dorrego, encarcelado a Juan José Castelli y terminaría aliándose a Justo José de Urquiza, el Brasil y los líderes del unitarismo para terminar con Juan Manuel de Rosas y la experiencia de una nación federal y sostenida en el interior profundo.
¿Qué podía esperarse de quienes entregaron la Banda Oriental tan solo para acallar el amor que el pueblo uruguayo sentía por el padre de su independencia José Gervasio de Artigas?.
Belgrano muriendo en la miseria y San Martín en su exilio francés serían ejemplos luminosos de un país que condenaba a quienes lo querían libre al peor de los destinos. Güemes no sería la excepción…
“Murió el abominable Güemes. ¡Ya tenemos un cacique menos!” escupía desde su portada La gaceta de Buenos Aires, aquella tribuna de libertad creada por Mariano Moreno apenas nacida la Patria y que tras la oscura muerte de su fundador se convirtió en expresión de los más bajos intereses del poder porteño ante los argentinos.
Pero el pueblo de Salta le rindió al jefe de «Los Infernales» el mejor homenaje que los hijos de una tierra reservan para sus líderes. A diez días de su muerte los hombres del caudillo, al mando del coronel Jorge Enrique Vidt, lugarteniente y mano derecha de Güemes, pudo recuperar la ciudad de Salta de manos de los realistas y expulsarlos definitivamente del Norte argentino.
Don Martín Miguel acababa de ganar su primera batalla desde la muerte y sería solo la primera de las muchas que lo llevarían a derrotar el olvido al que sus enemigos querían condenarlo: a partir de su muerte en 1821 el caudillo de Salta ingresaría en la leyenda hasta convertirse en el prócer máximo de la provincia norteña y en un ejemplo de aquel patriotismo que consiguió una independencia que maravilló al mundo y disparó la emancipación de América.
Y aunque los ejércitos que entraron triunfales en Chile y el Perú fuesen las fuerzas regulares de la Patria, nada de ello hubiese sido posible sin Los Infernales de Güemes, las «republiquetas» de Juana Azurduy y Padilla y aquella entrega heroica e imaginativa que puso freno a la fuerza española más grande que se había formado en América del Sur.
Y el caudillo, pensando en su Patria, puso a Salta en el centro de la historia de la tierra en armas…