Había una vez un país que se ensañaba con sus chicos…

Por Adrián FreijoTan dolorosa como obscena, la pelea entre el gobierno nacional y el porteño por la cuestión de la presencialidad pone en superficie una vergüenza que nos acompaña desde siempre.

«Los únicos privilegiados son los niños» fue durante décadas uno de los más extendidos apotegmas del peronismo que además, en su primera etapa histórica, quiso o intentó hacer carne esa afirmación.

Desde los juguetes que llegaban a los hogares más pobres hasta la universalización efectiva de la educación -con la construcción de miles de establecimientos escolares aún en los lugares más lejanos del país- o prestaciones especiales como fue la construcción de «La República de los Niños» cercana a la ciudad de La Plata, fueron muchas las acciones del primer gobierno peronista en el sentido de cumplir con aquella premisa.

Claro que muchos podrán decir, y no sin razón, que la creciente degradación del régimen por encima de la ideología terminó convirtiendo todo aquello en una grosera expresión de propaganda política que fue cansando a la sociedad y haciendo perder paulatinamente muchos de los apoyos conseguidos en los inicios. Tanto que muchos de los beneficiarios directos de la acción social del justicialismo cuando niños se convirtieron en acérrimos enemigos del gobierno cuando arribaron a su etapa universitaria.

Pero aún con sus torpezas y excesos el peronismo tuvo a los chicos argentinos como una prioridad. Sobre todo al permitir una movilidad social ascendente que sacó a sus padres de la miseria y la informalidad para convertirlos en trabajadores formales, con derechos y protecciones y con acceso a una seguridad social hasta entonces inexistente, aún con legislación de cobertura que -nacida del socialismo- los gobiernos conservadores convertían en letra muerta.

Pero ese país se fue muriendo y, entre procesos autoritarios, falsas experiencias populistas y la pérdida de los valores morales y de capacidad en su dirigencia, se fue convirtiendo en esta Argentina perdularia, despreciada por el mundo y sumergida en índices de pobreza y marginalidad que hace apenas medio siglo podían parecer de una novela trágica de ciencia ficción.

Y en este país los chicos no tienen cabida, ni tienen futuro. Y este pretendido peronismo solo se preocupa por acumular poder y hasta se permite «el lujo» de vivir a dedo alzado señalando quienes siguen adentro o están afuera por el mero hecho de preguntar como pueden definirse como custodios de la doctrina social quienes han convertido a la república en una máquina de producir marginación.

Hoy los vemos como rehenes de una pelea política en la que ninguno de los dos bandos en pugna podrá esgrimir orgullo alguno frente a sus posiciones. Nada de lo que se sostiene desde una orilla o la otra es sincero, aún que las razones esgrimidas puedan ser válidas.

Y en el medio de una puja que nos muestra el alto precio que cualquier sociedad paga ante la muerte de sus instituciones, los niños argentinos son obligados a cumplir el triste papel de modelos publicitarios de lo que cada parte quiere mostrar.

Una imagen explícita del fracaso conceptual de una nación en retirada que no ha sabido poner a resguardo ni siquiera a quienes representan su única chance de un futuro distinto. Lo que, además de imbéciles, nos ubica en el terreno de los suicidas.

Pero, se sabe, destruir, derrotar y descalificar al otro es lo único que importa a esa horda de fanáticos, hoy encarnada en los protagonistas de «la grieta» sin importar cual de los márgenes de la locura ocupan,  que se adueñaron de la Argentina para humillarla en su propio beneficio.