Treinta y cinco años después de que una bala de los escuadrones de la muerte reventara el corazón de Óscar Arnulfo Romero, la iglesia católica accedió ayer a convertirlo en nuevo beato.
El obispo se convirtió en beato a pesar de la ultraderecha y de las reticencias de parte de la izquierda salvadoreña ante lo que considera ceremonia descafeinada de un martirio que tuvo más motivos políticos que religiosos.
Treinta y cinco años después de que una bala del calibre 22 disparada por un francotirador de los escuadrones de la muerte reventara el corazón de Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, mientras celebraba el Evangelio en la capilla del hospital la Divina Providencia, la iglesia católica accedió ayer a convertirlo en nuevo beato, escala previa a la de santo, para la que se requieren milagros, que ya se están rastreando.
Si el copioso aguacero de la víspera no desanimó a los peregrinos que se habían concentrado en la plaza del Salvador del Mundo, ante un escenario que parecía más propio de un concierto de rock que de una misa, menos el suave sol de mayo que ayer, con más misericordia, iluminó San Salvador. Con la ciudad tomada por miles de soldados, efectivos de la policía militar y policías, y todo el centro de la capital sellado al tráfico rodado, decenas de miles de personas asistieron a la «inscripción en el número de los beatos» de un religioso que «fue asesinado por decir la verdad».
Así lo cree Horacio González, originario de «Ciudad Barrios, como San Romero». Campesino de 70 años que cojea ostensiblemente, paño rojo en mano que le sirve para sacar brillo al bronce del conjunto escultórico de bronce que, en la cripta de la catedral de San Salvador, cubre los restos del arzobispo asesinado en un país que no ha dejado de desangrarse desde entonces: primero por la guerra civil que entre 1980 y 1990 se cobró 80.000 muertos, y ahora por las maras y la delincuencia, que se cobra centenares de vidas, casi todas jóvenes, cada semana.
Las consignas enfervorizadas se suceden desde las grandes pantallas plantadas en medio de las avenidas que rodean la plaza del Salvador del Mundo, donde se celebra la misa de la beatificación. «Que sigamos siendo micrófonos de Dios», proclama con entusiasmo el maestro de ceremonias mientras los repartidores de pupusas (tortillas rellenas) y tamales hacen su pequeño agosto, y los voluntarios reparten bolsitas de agua. «Vamos a la milpa de la comunión. Ya no más divisiones, somos un mismo pueblo. Viva monseñor Romero». La jornada tiene más de fiesta popular que de solemne ceremonia religiosa, pese a la profusión de sotanas y dignatarios. Mientras los altavoces retransmiten a todo volumen la canción «Vienen con alegría, Señor» y dos monjas de blanco inmaculado tratan malamente de seguir el compás, una pancarta llama la atención sobre algunas contradicciones que pueblan el imaginario y el día a día salvadoreño: «La oligarquía lo mandó matar, ahora lo vienen a adorar».
«He venido porque creo en Dios. Era un gran profeta». Paula Luna, limpiadora doméstica de 65 años, flaca y con el pelo blanco, vecina del pueblo de Zaragoza, no lejos de la capital, no ha querido perderse la ceremonia. ¿Por qué le mataron? «Por decir la verdad».Tras una biografía que no deja de lado el compromiso de monseñor Romero con los pobres y frente a la injusticia, leída por el postulador de la causa, el oficiante lee la carta que ha enviado el Papa Francisco, verdadero acelerador de partículas de la beatificación del religioso salvadoreño, en la que anuncia la incorporación de monseñor Romero al número de los beatos.
Mientras la gente canta, reza, aplaude y bebe en torno a la columna de la plaza del Salvador del Mundo, la vida sigue su ritmo entre urgente y morosa en el centro histórico de San Salvador, dominado por cinco maras, como recientemente relató el diario digital «El Faro» en un amplio reportaje titulado de forma inquietante: «Los bichos gobiernan el Centro». Dentro de la catedral y en la bellísima iglesia del Rosario, los devotos siguen la ceremonia a través de grandes pantallas que velan el altar mayor. En los billares de un tugurio llamado La Dalia, ajeno al olor de santidad, los jugadores siguen con su eterna partida, igual que los limpiabotas de los soportales que también dan al Parque Libertad. En la cripta donde reposan los restos del nuevo beato, ante la efigie yacente de monseñor Romero, con el pecho roto por una bola roja que representa la bala que acabó con su vida, los «romeristas» desfilan y se hacen fotos sin cesar.
En una silla de ruedas, Juan Escalante, nacido «en la ciudad más bella del mundo, Atiquizaya», hace 57 años, «lisiado de guerra, ex combatiente del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional», tenía claro donde quería estar a las diez de la mañana. «Junto a los restos de monseñor». Se define como «romerista» y tiene bien clara su teoría sobre la figura del nuevo beato y las causas de su muerte: «Le mataron por odio a la fe. Dio la vida por amor a su gente».
«Romero. Mártir por amor a los pobres» fue el lema esgrimido por la iglesia católica de El Salvador para convocar al evento del 23 de mayo. Óscar Adonais Bautista, voluntario de 20 años con el pelo casi al cero, quiere convertirse en cocinero y buscarse la vida más allá del Salvador. No tiene las menores reticencias. Cree que el lema «describe muy bien lo que era monseñor Romero. Es un orgullo para nuestro país tener un mártir como él. Yo no viví su muerte, porque era muy joven, pero es algo que podremos contar a nuestros hijos. Por eso estoy aquí».
El ex guerrillero Juan Escalante, a unos kilómetros de la plaza del Salvador del Mundo, en el frescor de la cripta, piensa que «monseñor Romero tuvo una reconversión cuando mataron a su amigo el padre Rutilio Grande», asesinado en 1977. «Le pareció inconcebible. Eso le abrió los ojos». Para él «hay gente que quiere poner un velo en lo que verdaderamente fue monseñor Romero. Por eso decidí no acudir a la ceremonia y venir aquí con mis amigos y mi familia. Ahora lo que habría que hacer es reabrir el caso. La gente quiere saber la verdad. Que se sepa quienes le mataron. Porque era un hombre bueno le mataron. Con el asesinato quisieron acallar su voz, pero ocurrió todo lo contrario. El pueblo lo hizo santo». Juan Escalante viste una camiseta blanca con un lema bien legible a la espalda: «Romero, guía de El Salvador».