Una semana después de la muerte de Alberto Nisman las dudas son muchas más que las certezas. Sospechas, trascendidos y sólo una convicción: nada es como se dijo.
¿Asesinato?, ¿suicidio?, no se sabe. ¿Corrupción?, ¿cloaca política?, seguro. Pero este escenario no plantearía nada novedoso ya que es el que habitualmente muestra la vida política argentina.
Detrás de la muerte del fiscal, cualquiera haya sido la mano que la provocó, vuelven a aparecer los fantasmas de una institucionalidad maloliente en un país que sigue fingiendo vivir en democracia cuando hace tres décadas hace todo lo posible por mantener los contenidos del poder tal cual los interpretaba la Dictadura.
Alguna vez, aunque no sepamos cuando, vamos a tener que repensar seriamente el modelo de Argentina. Y cuando lo hagamos tendremos que aceptar que todos juntos hemos avalado y aplaudido a cuanto civil o militar resolvió quedarse con nuestros derechos.
Porque es tan notorio que no estamos preparados para cumplir nuestras obligaciones que el cederlos no nos parece un costo demasiado alto para poder seguir dilapidando alegremente la posibilidad de ser una sociedad organizada.
Ocurre que ahora, malgastados los bienes naturales de la tierra, sólo nos queda entregar mansamente los que nos pertenecen en cuanto personas.
Y figuras despreciables, dueños de todos los vicios y además del odio, «hablan por nosotros» y nos empujan a vivir una vida cada vez más miserable en la que la pobreza, la marginalidad y el delito son los males directos a los que tenemos que dedicar nuestros desvelos mientras ellos, los nuevos dueños de nuestras vidas, pueden dedicarse a robar con tranquilidad y seguir acrecentando su poder sobre nuestro destino.
¿Y no es eso lo que ha caracterizado a lo largo de la historia a las peores dictaduras?.
En cualquier otra sociedad Alberto Nisman sería un hito. Como lo fue Martin Luther King cuyo cadáver se convirtió en el Km Cero de la igualdad civil en los EEUU.
Pero es la Argentina. Es este pobre país de alegres irresponsables que seguramente quedarán a la espera de otro Nisman, y otro y otro y otro más, jurándose a sí misma que será seguramente el último.
Y también aguardando la llegada de otro «dueño» que le resuelva los problemas por el camino más corto.