La creciente descalificación del trabajo policial va contra las tendencias modernas en materia de seguridad y atenta contra el interés directo de una población asediada por el delito.
Un país que suele jactarse de haber avanzado en los derechos de tercera generación y que tiene como idea fuerza de su gobierno un supuesto avance en la cuestión referida a los derechos humanos no puede desconcer el rol equilibrante de las fuerzas policiales en todo lo que tenga que ver con las reglas de convivencia comunitaria.
De hecho la creación de esta institución de civiles armados reconoce su origen en la necesidad de desmilitarizar la cuestión de la seguridad interior y contar con una fuerza organizada y profesionalmente preparada que interprete cuales son los límites del modo de vida de la población.
Porque de esa interpretación depende el éxito o el fracaso de una verdadera política preventiva. Nadie como el policía está preparado para intuir la posible comisión de un ilícito y resolver el grado de intensidad que debe tener la respuesta para ser la apropiada.
Y claramente esa respuesta en ocasiones debe ser represiva. Ello ocurrirá cuando la actitud agresiva de los delincuentes pueda suponer riesgo de lesión o vida para el agente o para terceros.
Lograr ese equilibrio requiere de dos pasos fundamentales: una ajustada preparación profesional y un equipamiento que lo coloque por encima de los que buscan infringir la ley.
Nada de eso ocurre hoy en nuestra provincia. Agentes con pocos meses de adiestramientos, carentes totalmente de experiencia en la calle, en móviles que en un porcentaje alarmante no reúnen ni siquiera las mínimas condiciones de seguridad en el tránsito y con armamento escaso y obsoleto más propio de los años 80 que de la actualidad, convierten al policía en un blanco fácil del delito y ponen permanentemente en riesgo su vida y la de los demás.
Mal preparada,peor remunerada y utilizada obscenamente como simple propaganda política la Policía de la provincia de Buenos Aires se ha convertido poco a poco en una institución elefantiásica en lo cuantitativo y raquítica en lo cualitativo.
Ya no importa siquiera el grado de compromiso que sus integrantes tengan con la sociedad o con la institución. El más entregado de los cirujanos, capaz de poner lo mejor de si para salvar una vida, nada puede hacer en la mesa de operaciones si no cuenta con el instrumental necesario para llevar adelante su práctica.
Si queremos reconstruir un tejido social enfermo y en peligro, si queremos terminar con el flagelo de la inseguridad, la droga y todos los demás tipos de delitos, si queremos convertir en realidad el discurso de los derechos humanos, tenemos que poner inmediata mano a la gigantesca tarea de convertir a nuestra policía en el cuerpo orgánico, moderno y profesional que la gente necesita para recuperar su tranquilidad.
Y eso no se logra poniendo en la calle miles de improvisados jóvenes que sólo ingresan al cuerpo policial para resolver una cuestión laboral,sino cubriendo cada lugar con un agente bien preparado, bien remunerado e institucionalmente cubierto en todas sus necesidades.
No hacerlo supone sin duda alguna un suicidio colectivo.