Sin un buen diagnóstico nunca podremos remontar la empinada cuesta de la decadencia nacional. Nuestro sistema democrático, limitado a una voluntad y una lapicera, está en el abismo.
Si algo han dejado estos treinta años de democracia ha sido la convicción de que las dictaduras nunca son solución y que por lo tanto se puede hablar descarnadamente de todas las cuestiones negativas sin que por ello se estén agitando fantasmas golpistas.
Pretenderlo es dejar en evidencia la impotencia de los «dueños» del poder ante la imposibilidad de explicar lo inexplicable.
Por eso no tememos afirmar en estas líneas que el sistema democrático argentino, con los parámetros que el gobierno ha ido construyendo desde 2033 en adelante, ha llegado a un punto de no retorno que exige rápidas correcciones y un trabajo profundo y sincero para blindar los tiempos que vienen a los vicios que hoy padecemos.
A pocas horas del cierre de listas, con la triste imagen aún tibia de una etapa de construcción de alianzas que ha sido tan tormentosa como pobre y que ha unido el agua, el aceite, el travestismo y la suma miserable de dudosos mensajes de los encuestadores, todo el panorama oficialista y opositor está a la espera de que una lapicera y una voluntad diga lo que quiera decir.
La misma lapicera que en su momento firmó un cheque en blanco para Amado Boudou como vicepresidente de una nación que se presume sana.
Todos miran por estas horas a Olivos, a la espera que Cristina defina el panorama electoral. Y convierten al país en una rara sociedad de uno por sobre cuarenta millones de voluntades.
Si aceptamos que, aún acertando en sus decisiones, un líder resolviendo por todo un pueblo puede ser cualquier cosa menos democracia, entenderemos el título de esta nota y tomaremos nota de la gravedad del momento que vivimos.
Porque la democracia debe ser del cuerpo social y no del dedo presidencial.
George Washington rechazó un día su reelección diciendo que «no se puede vivir siempre de los resultados de una batalla y ya es tiempo que las instituciones desplacen a los hombres». Eligió ser ciudadano y dejar de ser héroe; priorizó la normalidad sobre la épica.
Algo que en tres décadas no llegaron a entender líderes que hicieron mucho menos por su país que el padre de la nación norteamericana.
Y que siguen sin entender.