Por Adrián Freijo – Desde hace décadas el peronismo tiene una deuda moral que se incrementó a partir de 1983 y que hoy, pese al silencio impuesto, ya es grito atronador: asumir como propia a Isabel Perón.
Si vamos a sumergirnos en el tema con nuestra inagotable vocación de grieta y debate, todo lo que pueda decirse en esta nota o lo que marque la más sencilla razón será en vano: cuando la necedad supera a la conciencia crítica y lo subjetivo arrasa con los hechos, nada queda entonces por hacer o declamar.
María Estela Martínez de Perón fue la esposa del fundador del Movimiento Nacional Justicialista y tres veces presidente de la nación. Por voluntad de éste se incorporó a la fórmula que ganó las elecciones de setiembre de 1973 con el 61.85% de los votos.
Tras la muerte de Juan Domingo Perón, y en su carácter de vicepresidente electa por el voto popular, asumió la primera magistratura que mantuvo hasta el golpe militar de 1976.
Tras ser detenida y trasladada al sur argentino, la mandataria depuesta padeció cinco años de cárcel, todo tipo de vejaciones y fue sometida a diversos procesos judiciales de los que salió invariablemente absuelta de culpa y cargo. Sus bienes, limitados a la quinta de San Vicente que Perón había comprado a la familia Mercante antes de asumir su primera presidencia en 1956, la residencia de la calle Gaspar Campos de la localidad de Vicente López, donada por el Partido Justicialista para ser utilizada como vivienda por el matrimonio Perón al regreso del líder luego de 18 años de exilio, y la legendaria «Quinta 17 de Octubre» del barrio de Puerta de Hierro en las afueras de Madrid, fueron decomisado por las autoridades militares para ser devueltos casi una década después cuando debieron reconocer que, en todos los casos, su adquisición cumplía con todo lo reglado por la ley argentina.
Su pensión por ser viuda de un presidente y la suya propia, así como el retroactivo de los salarios militares que pertenecían a su difunto esposo, solo fueron reconocidos por el gobierno de Raúl Alfonsín con el regreso de la democracia al país.
No fueron pocas las ofertas que durante la dictadura se le hicieron a la ex presidente para que transfiriera «llave en mano» al peronismo. Desde su libertad hasta la devolución de sus bienes, una cantidad de dinero millonaria en dólares y la reivindicación histórica de su figura fueron puestas sobre la mesa de negociaciones para quebrar su voluntad. Fue en vano; Isabel prefirió continuar con su calvario personal y mantenerse en prisión, antes que traicionar la obra de su marido.
Una vez en libertad se recluyó en las cercanías de Madrid y, luego de liquidar su capital para cumplir con la manda judicial de entregar parte del mismo a los herederos de Eva Perón, se auto condenó a un silencio absoluto que no rompió ni cuando, a instancias del gobierno kirchnerista, fue demorada por varios días acusada de violaciones a los derechos humanos. Poco tardó la justicia española en rechazar la solicitud de extradición basándose para ello en «la inconsistencia absoluta de las pretendidas pruebas en contra de la encartada»(sic).
Claro que muchos fueron los errores cometidos durante su gestión y no es menos cierto que bajo sus propias narices, por acción u omisión, crecieron expresiones violentas que aportaron alcohol al fuego de un tiempo de enfrentamientos, muerte y locura política. La presidente demostró no estar a la altura de la responsabilidad asumida y quedó en claro que aquella elección de su marido solo encontraba explicación en la necesidad de Perón de sacarse de encima las presiones de los diferentes sectores de su movimiento que, a sabiendas del su cercano final, querían colocar a un vicepresidente que seguramente estaría a la cabeza del poder en corto tiempo. La única persona que el cansado fundador tenía a mano y a la que nadie se atrevería a cuestionar era su esposa.
Haya sido un error de Perón -tal vez creyendo que resistiría más tiempo los achaques de una salud que lo abandonaba a pasos agigantados o que una vez en el poder podría encontrar la síntesis que buscaba en su incipiente relación con el caudillo radical Ricardo Balbín y así encabezar una transición ordenada hacia un gobierno de base cívico-militar que asegurase la paz interior- o simplemente una jugada del destino, es claro que Isabel debe ser ubicada sin duda alguna en el sitial de víctima y no de victimaria.
Pero más allá de cualquier otra consideración, su presidencia fue un hecho real, su legitimidad devino del voto popular y su derrocamiento y detención fue el necesario inicio de la hora más negra de la Argentina contemporánea.
¿Puede seguir negándose su nombre a la historia?, ¿podemos los argentinos continuar con la ficción de que nunca existió o que los años de su gobierno suponen un vacío sin nombre ni figura?. ¿Nos convertiremos todos en imitadores de aquella Revolución Libertadora que un día supuso que con una ley que prohibiera nombrarlo iba a conseguir que los argentinos se olvidasen de la existencia de Perón?.
Y aunque concluyésemos que fue la peor presidente de la historia argentina, pretender ignorar su tiempo y su investidura es un acto de inmadurez propio de un país que sigue insistiendo en que las cosas no son como fueron sino como él quisiese que fuesen. Un voluntarismo que por más de dos siglos osciló entre la negación y la ficción.
En algún depósito de la Casa Rosada, hoy habitada por quienes se dicen justicialistas, el busto de mármol de María Estela Martínez de Perón espera que alguien ordene que sea colocado en el lugar que le corresponde como ex presidente de la nación.
Y mientras esto no ocurra, un manto de miserabilidad cubrirá al peronismo y lo condenará a ser un símbolo permanente de la pérdida de aquel valor que siempre sostuvo como la razón de ser de su existencia: la lealtad.
Lo demás quedará, como siempre, a juicio de la historia.