En su reciente experiencia literaria la ex presidente Cristina Fernández sostiene que «entregar los atributos» a su sucesor sería visto como una rendición. Grave desconocimiento de la historia.
Cristina Fernández de Kirchner atraviesa serios problemas y la mayoría de ellos devienen de su confusión conceptual entre lo público y lo privado, lo que la ley nos obliga a hacer y aquello acerca de lo que podemos elegir libremente y las responsabilidades funcionales del cargo que se ejerce, máxime cuando se trata de uno por mandato popular.
Tal vez por ello le cuesta tanto comprender que la sociedad observe con disgusto un enriquecimiento imposible de explicar desde la lógica y que haya juzgado con tanta dureza su manera autocrática de ejercer el poder, su constante muestra de un sentido de superioridad sobre el resto y su negativa a rendir cuentas ante la justicia de aquellos actos de corrupción por los que ha sido señalada.
Las afirmaciones acerca de que resolvió no hacerse presente en la entrega de los atributos de mando a su sucesor porque «muchos esparaban la escena como un acto de rendición» pone en blanco sobre negro una personalidad ajena de los mínimos estándares de convivencia democrática: para ella la política -y por consiguiente la sociedad- es una opción binaria entre amigos y enemigos y por tanto un acto protocolar, fijado por la costumbre y por la ley, no responde a una continuidad del sistema y las formas democráticas sino a una rendición ante el enemigo.
Triste visión en un país al que dejó partido en dos por una grieta de odios y enfrentamientos y que a lo largo de la historia ha tenido un solo combate sin tregua posible y fue entre los demócratas y los tiranos.
Rendición, ojalá que definitiva, fue aquella que nos devuelve la imagen que ilustra este editorial. Un dictador, Reynaldo Bignone, hoy condenado por delitos de lesa humanidad cometidos durante su paso como director del Colegio Militar de la Nación, entregando mansamente aquellos mismos atributos a un hombre de la democracia, encarnada en esas horas por la figura del primer presidente constitucional del nuevo tiempo, Raúl Alfonsín.
Era el fin de una era de «iluminados» que cada tanto resolvían que no eramos capaces de disponer sobre nuestro destino y entonces lo hacían, en nombre de Dios y de la Patria, sobre nuestras vidas.
A partir de ese momento todo debió ser una fiesta de continuidad institucional, más allá de los barquinazos de un tiempo de libertad que aún no ha dado las respuestas de libertad, calidad y desarrollo que los argentinos nos merecemos.
Hasta en los días aciagos de 2001-2002, aquellos de los cinco presidentes en una semana, la ceremonia de los atributos que iban de mano en mano representaba la búsqueda de una solución al estallido que no se apartara de las normas constitucionales. Y vaya si se logró…
Confunde entonces la ex presidente al enemigo. No es Macri ni lo es nadie que se presente a elecciones para que sea el pueblo quien resuelva quien debe gobernarlo.
El verdadero enemigo es quien no entiende la importancia del la convivencia, el respeto a las formas y el fondo de una república y el valor de entender a quien piensa distinto como un adversario y no como un enemigo.
Algo que Cristina no supo, no sabe ni sabrá nunca medir en su verdadera hondura e importancia.
Y que sería letal que pasase inadvertido para los argentinos amantes de la democracia, la dignidad y los derechos humanos.