Por Adrián Freijo – Poco importa lo que le ocurrió a un hombre que supo burlarse de la sociedad y aprovecharse de ella en su propio beneficio. Preocupa, y mucho, que cueste tanto entender.
Decididamente vamos a tener que entender los periodistas que hemos perdido contacto con la realidad. Y esa realidad es la gente.
Mientras los vecinos del barrio cerrado Ayres del Pilar impedían el ingreso del sospechado como testaferro de los Kirchner al barrio, los medios teorizaban acerca de los errores de la justicia, del Servicio Penitenciario Federal y de la bisabuela del general Roca al haber dispuesto el traslado en ese horario.
«Debieron hacerlo a la madrugada» decían algunos, «esto se arreglaba con un acuerdo previo entre abogados» decían otros, «hay que respetar la Constitución» bramaban indignados muchos que comieron de la mano de Cristóbal López en tiempos en los que los negocios del fugaz zar de los medios y los del bancario progresista se cruzaban más de lo aconsejable.
Pero nadie, ni uno solo de los opinadores, tomaba en cuenta al único protagonista de esta mini-pueblada que echó por tierra la intención del santacruceño de vivir cómodamente en una de las tantas opulentas propiedades cuyo origen aún no pudo demostrar: la gente, los vecinos, esa clase media acomodada que ha sido históricamente el norte de tantos dirigentes peronistas que llegan al poder «combatiendo al capital» para asegurarse luego los medios suficientes para vivir lejos de los pobres y como un natural integrante de esa clase social que dicen despreciar.
Gritar por los derechos de La Matanza y discutir las expensas de Puerto Madero; idea y músculo del nuevo peronismo de la impostura.
Para los habitantes del country, que conviven con varias pulseras electrónicas, algún narco encontrado «in fraganti» y varias otras linduras del nuevo bricolaje nacional de la impunidad asegurada, tener a Báez entre sus vecinos significa mucho más de lo que pueden aceptar. Representa tener que cambiar la morosidad de un estilo de vida en el que todos son semejantes, comparten principios en forma de club-house y saben que entre los alambrados perimetrales de su barrio encontrarán la paz y el sosiego que tantas veces deben abandonar afuera, en ese mundo salvaje y competitivo en el que se ven obligados a encontrar los medios suficientes para sostener un status de vida no demasiado extendido en la Argentina.
Pero por ello no dejan de ser los verdaderos protagonistas. ¿Por qué van a tener que explicar cada día a sus hijos que ese señor que comparte sus espacios comunes es un ladrón que utilizó el poder para quedarse con lo que no le correspondía?…¿por qué?. Aún fingida y plena de estereotipos la vida del lugar les pertenece y no hay motivo que los obligue a cambiar las normas aceptadas por todos.
No es Báez entonces el protagonista de la noticia. Y puertas afuera de estas zonas de privilegio, millones de argentinos piensan lo mismo. ¿Cuál es el límite de la impunidad?, ¿cómo puede ser que los políticos vivan en la opulencia y la gente pase hambre?, ¿de qué sirve la ficción democrática si solo se limita a generar una nueva oligarquía tan a espaldas de la realidad general como aquella de principios del siglo XX que fue justamente con la que arrasó el peronismo?. ¿Es qué en los albores del XXI tendremos que aceptar que los revolucionarios de ayer se conviertan en los privilegiados de hoy?.
Hay que comenzar a escuchar a la gente. Si la dirigencia nacional no está moralmente preparada para hacerlo le aconsejaríamos que comience a hacerlo en defensa propia. A la vuelta de la esquina se amasa una reacción que, como toda respuesta parcial de la sociedad, va a generar más dolor que soluciones.
A Lázaro Báez un juez le dijo en la mañana «levántate y anda». Por la noche los que deberían ser sus vecinos le gritaron «siéntate y vuélvete por donde viniste».
Tal vez se esté amasando un milagro…