Por Adrián Freijo – Como esas olas inmensas que arrasan todo a su paso, la realidad va imponiendo su propia fuerza y obligando a la dirigencia a asumir una agenda que prefería tener escondida.
La inseguridad, la inflación, la falta de trabajo y la corrupción ocupan hoy el centro de la escena y se convierten en un alarido de enojo que amenaza con llevarse puesta la inoperancia de quienes deberían estar, desde hace mucho, buscando las soluciones.
Desde 1983 nuestros gobernantes se caracterizaron por eludir la realidad. Alfonsín sólo aceptó que la cuestión a resolver era la economía cuando la misma le estalló en las narices en forma de hiperinflación.
Hasta entonces creía –o hacía como que creía- que la cuestión de las libertades públicas y su campaña en busca de castigo a quienes habían violado los derechos humanos sería suficiente para que la gente mantuviese su alineamiento y apoyo al gobierno.
Así le fue…
Carlos Menem creyó hasta el final que aquel remedo berreta de primer mundo que había inventado haciendo base en la ficción de la convertibilidad sería suficiente para engatusar a un país que no se daría cuenta del crecimiento de la pobreza, la pérdida de empleo y la creciente corrupción que signaba su gobierno.
Así le fue…
Fernando De la Rúa creía tantas cosas…que uno termina por suponer que no se daba cuenta de nada.
Así le fue…
El kirchnerismo pasó una década entera escondiendo la realidad detrás de relatos grandilocuentes, quimeras inalcanzables, historias supuestas y combates contra molinos de viento.
Tanto Néstor como Cristina terminaron por creer que lo que sus usinas publicitasrias emitían por la televisión, sus periodistas pagos escribían y sus asalariados militantes berreaban con pasión interesada suponía la única verdad de la Argentina.
Hasta en su momento de mayor gloria, cuando un 54% de los votantes dieron un fuerte apoyo a su proyecto político, terminaron por convencerse que esa era toda la ciudadanía sin tener en cuenta que había otra mitad que estaba ya enojada con el gobierno.
Y todo les estalló en la cara. La inflación –sistemáticamente oculta desde el INDEC- apareció imparable una mañana y obligó a la Presidente a afrontar una devaluación que pudo haber sido pausada si no hubiese terminado creyendo en sus propias mentiras.
La inseguridad era una sensación…hasta que las muertes cotidianas se convirtieron en un signo distintivo del presente argentino y ya no alcanzaron los traslados histéricos de gendarmes y prefectos para cubrir un territorio asolado por la violencia y el desamparo.
Los jueces amigos cubrieron impúdicamente la más grande corrupción que haya campeado en el país en toda su historia.
Tan grande y tan escandalosa que llegó un momento en el que el tamaño del pecado y la torpeza de sus modalidades hicieron imposible ocultar lo que todos veíamos y ni siquiera aquellos jueces del poder de ayer se atrevieron a intentar exculpar funcionarios impresentables y venales.
Pero ya es tarde…el clamor popular exige soluciones que muy lejos están de poder ser relatos o maquillajes. Y que deberán aparecer rápidamente, antes que una segunda ola –que ya se vislumbra en el horizonte- se lleve puesto lo que aún quede de esta dirigencia impresentable.
A la que la realidad ha dejado desnuda y con sus patéticas humanidades al aire.