La muerte de Franco Macri pone frente a la sociedad la cara de un presidente traspasado por la influencia paterna hasta el punto de condicionar su personalidad, sus actos y sus expectativas.
El fantasma del padre de Hamlet es una figura que sin tener un claro papel en la trama de la obra provoca todo el desenlace. Y aunque parte de la riqueza del personaje reside en la dificultad para desentrañar su verdadera motivación, pues nunca es claro su mensaje ni su intención más allá de la venganza que pide a su propio hijo, su influencia acaba signando el destino del príncipe.
Las instrucciones pretendidamente formadoras, las palabras poco meditadas, tantas veces surgidas del rencor y las apariciones escasas pero calculadas en el tiempo que caracterizaron al empresario fallecido desde el mismo momento en que se hijo Mauricio le comunicó su intención de abrirse camino en soledad, sólo generaron la sensación de que entre ambos existía una relación confrontativa, pasional y en la que los rencores solían llevarse por delante a los afectos.
La misma sensación que sufre Hamlet y que le lleva a la duda y a la melancolía, dos estados de ánimo que los más cercanos afirman suelen ganar al primer mandatario en los momentos de dificultad, y que se plasman en el diálogo universalmente más conocido de la tragedia de Shakespeare: la duda del famoso To be or not to be, that’s the question (ser o no ser, esa es la cuestión) y la melancolía que le genera saber que no es un héroe alentado por el fantasma paterno sino alguien condicionado por la exigencia de quien le pide un resultado y le recuerda todo el tiempo la obligación de ser continuidad de su propio origen.
En el caso de nuestros protagonistas vernáculos esa relación amor-odio llegó a condicionar nada menos que la posición del presidente frente a su par de los EEUU: en el inicio de la gestión Macri acusaba a Donald Trump de boicotear las posibles inversiones en nuestro país por viejos negocios mal concluidos con su propio padre.
En el primer encuentro entre ambos Trump se esforzó en dejar en claro que nada de eso cruzaba por su cabeza, acostumbrada a procesar éxitos y fracasos en el campo empresario para centrarse solo en los objetivos de máxima. En eso el norteamericano se parecía mucho más a Franco que a su sucesor.
El destino del príncipe fue trágico; y en esa tragedia mucho tuvo que ver el mandato paterno. ¿Podrá Mauricio Macri sacudir ese atavismo y entender que su ubicación actual lo pone en un camino personal, intransferible y que nada tiene que ver con la historia de ese emprendedor duro, poco apegado a las normas éticas y a la preocupación por cosas que fuesen más allá del lucro y el éxito propio?.
Para Franco el país no era otra cosa que una empresa que debía gerenciarse para que los balances obtuvieran resultados positivos. De alguna manera construyó un mundo en el que los números iban más allá de las personas y la rentabilidad reinaba por sobre las leyes y las gentes.
Todo lo contrario a lo que debe ser el arte de la política que en su hijo encarna, nada menos, en la conducción del estado.
Algo que genera una responsabilidad frente a la historia, que es mucho más que un directorio, una relación intrafamiliar tortuosa y hasta a la necesidad de responderse aquel «ser o no ser» que torturaba a Hamlet.
Comprender en definitiva que el hijo no es el padre y que todo indica que debe esforzarse en no serlo jamás. ¿Lo entenderá?.