Las sucesivas derrotas de las izquierdas populistas en América Latina no marcan un cambio ideológico sino más bien el hartazgo social frente a nuevas elites que se apropiaron de los países.
¿Vota la gente por el libre mercado?, ¿resuelve el ciudadano de a pie cual debe ser el alineamiento internacional del país?, ¿lleva el hombre común en su boleta electoral la esperanza de que se implemente determinado tipo de cambio o se negocie con los mercados financieros internacionales?. Por cierto que no; y uno de los errores recurrentes del análisis político es tratar de explicar en estas cosas un cambio que definitivamente pasa por otro lado.
En todos los resultados adversos a los gobiernos que tomaron la región casi con el siglo hay un patrón y se llama mejorar la democracia.
Hay una clara demanda de mejor y más gobierno y más democracia, que es perceptible desde 2010. Porque hasta esa fecha los ciudadanos creían que las elites populistas (kirchnerismo, chavismo, evismo) eran capaces de cambiar las condiciones de vida de su país. A partir de entonces se quiebra esa convicción y empiezan las protestas, porque también se pierde el miedo a expresarse que habían dejado las dictaduras.
Ya no basta con el subsidio, con la política paternalista, los caudillos, el populismo y las promesas. Las urgencias reales, producto de la irresponsable dilapidación de los millonarios ingresos que la región tuvo por el alto valor de las materias primas que produce, ya no pueden ser tapadas por la épica berreta o por la denuncia de campañas imperialistas en contra de las naciones libres. La gente observa que sus líderes viven como una casta millonaria, mientras que el pueblo sufre cada día más para lograr su subsistencia.
La gente quiere que se acabe la corrupción, que la representación sea más amplia, más igualdad ante la ley. Le toca a la izquierda pero no es debido a la izquierda. La causa es el desarrollo tardío de la democracia y la debilidad de las institucione.
No son entonces los lineamientos los que deben cambiar -algo que nos tiene enfrascados en un debate tan violento como absurdo- sino la política como actividad común y el estado como su representante.
Y el que no lo entienda, caerá empujado por la próxima vuelta del péndulo.