Por Adrián Freijo – Arde la catedral de Quasimodo y deja entre cenizas el recuerdo de quienes pudimos subir los desafiantes 387 escalones de la Torre Norte hasta el centro de la legendaria escena.
Las llamas calientan las lágrimas de la humanidad, impactada por la destrucción de ese triple ícono que une lo majestuoso de la mejor arquitectura con el sentimiento religioso y el recuerdo de una historia que culminó en una fosa común con los huesos entrelazados de un jorobado y una bella gitana.
En la obra de Victor Hugo se funden los mejores y los más abyectos sentimientos del hombre. El amor, la entrega, la avaricia, la lujuria, el poder y la magia que solo puede aparecer cuando el espíritu puro de un ser distinto sigue sin subterfugios los dictados de su corazón.

Vieja y borrosa foto, sacada por el autor, de la legendaria pluma que cayó devorada por las llamas (1980)
Tras los pasos de Quasimodo miles de seres hemos subido, con más ansia que agotamiento, los 387 escalones que separan la entrada a la Torre Norte del lugar en el que el monstruo levantó en sus brazos a Esmeralda y la mostró en triunfo al envilecido y entusiasmado pueblo de París. Casi como en la consagración católica, el jorobado elevaba el cáliz de su amor que de igual manera se acercaba al sacrificio…
Aquella mañana a principios de octubre, tiempo irrepetible del otoño parisino -una estación que Dios inventó para ser disfrutada en aquella ciudad- la angosta escala nos depositó entre resoplos y descansos en el epicentro de una historia irrepetible que era lo que realmente íbamos a buscar.
Tal vez los años hayan vuelto borrosos en el recuerdo los detalles magníficos de la catedral, sus reliquias que incluyen la corona de espinas que supuestamente laceró la cabeza de Jesús, sus altares monumentales, su nave central ahora derribada por las llamas que comieron su majestuoso maderamen y los centenares de obras de arte que son testigos virtuosos de lo mejor de la creación francesa.

París, el Sena y sus puentes en otra vieja imagen del autor desde la Torre Norte de Notre Dame (1980)
Pero jamás escapará de nosotros un solo detalle de la torre del jorobado, de la mirada que posamos sobre el lugar en el que se levantó el cadalso de Esmeralda y de esa mezcla de pensamientos en los que se atropellaban el amor, la sensación de ser testigos de una historia que tanto habíamos escuchado y en cuyo escenario estábamos ahora y hasta el orgullo de ser parte de ese mínimo porcentaje de la humanidad que podría afirmar haber estado en Notre Dame.
Porque los millones de seres que a lo largo de los siglos visitaron el histórico lugar no son más que un puñado si los comparamos con los que han pasado por este planeta en el mismo tiempo.
Hoy, mirando la imagen de ese incendio que avanza sin piedad, sentimos el deseo de aventar con nuestros pensamientos el camino hacia la torre del amor prohibido para que no se convierta en cenizas una historia que ya no pertenece solo a París sino al género humano.
Y que un día supimos visitar sin saber que alguna vez deberíamos llorar por ella…