Por Adrián Freijo – La gente pasa penurias para llegar a fin de mes. Y quienes no resuelven sus problemas y tienen un municipio deficitario e inútil, cobran sueldos de grandes empresarios.
Desde el almacenero al CEO de la empresa más grande tienen que respetar una regla de oro: si su negocio es deficitario es imposible que el dueño o quien lo conduce tenga la vida de un rey.
Cada uno de nosotros, en su vida diaria, sabe que si gasta más de lo que ingresa al hogar pronto aparecerán los problemas, las deudas y las pérdidas.
Cualquier conductor de una empresa, contratado por los accionistas, entiende que si la funde no pasará un minuto hasta que lo pongan de patitas en la calle. Pero seguramente antes que ello ocurra intentará ajustar su salario, dejar de percibir premios y dar todas las señales posibles de que entiende el mal momento, le importa y no piensa solo en su bienestar sino y sobre todo en el de quienes confiaron en su conducción.
El estado es distinto en algún aspecto –las necesidades comunes pueden hacer que en ocasiones el déficit se haga presente en nombre de las obligaciones básicas– pero no en otras: es imperdonable que mientras a la gente se le sube la presión fiscal hasta convertir a nuestro país en uno de los que tasas e impuestos más altos cobra en todo el mundo, los gobernantes cobren salarios de riqueza que los convierte en verdaderos privilegiados frente a sus mandantes.
Pero lo de Mar del Plata es una vergüenza: los miembros del gobierno municipal cobran sueldos más altos que el propio presidente de la nación o sus ministros. Y el municipio tiene un déficit presupuestario que lo pone al borde de la quiebra, un sistema de salud desquiciado, uno educativo destruido, las calles convertidas en cráteres, todos sus servicios básicos concesionados, una planta de personal desmadrada en cantidad de agentes y desvirtuada en cuanto a la inversión de la pirámide (hay más funcionarios que empleados) y una deuda pública que supera largamente su capacidad de pago.
Con solo observar la plantilla de sueldos puede entenderse lo que decimos:
Carlos Arroyo construyó su imagen -ahora sabemos que voluntariamente maquillada- en base al discurso del docente dedicado, la honestidad y la rectitud como banderas y la sobriedad como modelo de vida.
Apenas llegado al poder nombró a sus parientes y amigos, incumplió sin ponerse colorado sus promesas de campaña y autorizó esta política de dispendio del gasto público en beneficio de unos pocos.
Y no basta, una vez más, con conformarnos con aquello de «la próxima vez no lo voto». Esta experiencia decepcionante y ominosa debe servirnos para exigir, a viva voz y con todos los medios a nuestro alcance -redes sociales, radios, diarios, encuentros fortuitos con los funcionarios, actos públicos y toda otra oportunidad que la gente tenga para expresarse- que los salarios de los funcionarios se fijen en audiencia pública con la participación del ciudadano.
Ya se han burlado demasiado de nosotros. Es hora que le hagamos sentir al poder que no somos tontos; aunque a veces lo parezcamos.