La crisis que envuelve a la oposición argentina nada tiene que ver con los enojos de Carrió ni con internas partidarias. El germen del fracaso está en el mido a ser lo que debe ser.
Parece ser que la gente tiene una visión un tanto más seria de la política que la que caracteriza a los políticos lugareños. El ciudadano común quiere que le cuenten que es lo que piensa hacer cada uno de los candidatos si llega alguna vez a ejercer el poder.
Que tiene pensado hacer con la economía, con el trabajo, con el respeto a la institucionalidad, con la organización social, con los sindicatos, con la seguridad, con la inflación, con la educación, con la salud, con los atrasos de infraestructura que lleva a los habitantes del país a vivir en ascuas con la luz, el agua o el gas, con las tarifas de esos servicios públicos, con la posibilidad de acceder a la vivienda y todas esas cosas que hacen a la vida cotidiana de cualquier persona en cualquier lugar del mundo.
Desde siempre han existido dos posiciones cuando se trata de encarar estas cuestiones: una conservadora, que generalmente sostiene la necesidad de apuntalar al sector privado para garantizar un crecimiento que “derrame” sus beneficios sobre la sociedad, y otra progresista que cree en la función reguladora del estado, la diversificación del derecho a la propiedad y la preeminencia de las necesidades de la gente aún en aquellas circunstancias en que la realidad económica no genere los fondos necesarios para sostenerlas.
Y así, en esas mismas culturas modernas, se va produciendo un péndulo virtuoso (más allá de los eventuales resultados, que evita que una de las dos posturas se eternice en el poder.
Cuando los progresistas (también llamados “izquierda”) reparten mucho de lo que no hay y sobrepasan los límites, los conservadores (“derecha”) vienen a achicar gastos, generar crecimiento de divisas, sostener la inversión y prepararse una vez más para pasar el largo invierno del reparto.
Que llegará inevitablemente cuando las presiones sociales concurran una vez más al cambio de vientos políticos.
En Argentina esto no es posible; frente a un peronismo que ha demostrado capacidad para ser un poco de todo ello –aunque en definitiva nunca llegue a ser otra cosa que una maquinaria de poder- la oposición progresista se ha contentado con su papel de eterna denunciante de desastres y corruptelas, pero no le dice a la sociedad “acá estamos nosotros, esta es nuestra propuesta, lo vamos a hacer así y soñamos con tal o cual forma de organización social”.
¿Tienen miedo?, ¿tienen vergüenza?, ¿no saben como hacerlo?. Puede haber un poco de todo eso pero sobre todo existe una “peronización” general de la política que la ha empujado a un callejón oscuro en el que sólo sirve pelear por el poder y hacerse de él.
Y mientras las reglas de juego sean estas la larga crisis del sistema institucional argentino no tendrá fin. Porque el votante percibe que todo es igual, que nadie le ofrece una base seria para intentar cambiar esta situación de “partido único” que nos ha ido sumergiendo año a año en la decadencia, la corrupción y el autoritarismo, y porque el peronismo ya ha mostrado muchas veces su innata capacidad para dividirse en tantas partes como sea necesario para no perder el poder.
Total…después “todos unidos curraremos”.
No es Carrió, no es Alfonsinito, no es Pino y sus visiones fantasmagóricas de los problemas de la gente, no es Cobos y sus dudas.
Es la Argentina…que se ha quedado sin ideas.