Por Adrián Freijo – Todos los días, y sin excepción de jurisdicciones, los casos de mala praxis policial nos habla de una preparación insuficiente y un criterio de selección al menos desafortunado.
La muerte de un joven de 16 años en la ciudad de Miramar es el más reciente caso de lo que, muchas veces con intencionalidad política, se llama gatillo fácil aunque en realidad encierre algo mucho más grave: la falta de preparación profesional de las fuerzas policiales y un criterio de selección de personal que, de la mano de la politiquería, se ha convertido en cuantitativo y no cualitativo.
Con respecto a lo primero baste recordar que el tiempo de entrenamiento de quienes deberán salir a la calle con un arma en la cintura y dedicados a cuidar a los ciudadanos es cada vez menor, menos intensivo y además, una vez culminada la preparación, con escasas o nulas oportunidades de evaluación y actualización de las capacidades. Ni desde lo físico ni desde lo técnico se aplica un criterio que permita percibir al personal policial capacitado para tan delicada tarea.
Lo segundo tiene que ver con un mal extendido como enfermedad terminal en toda la Argentina: la politiquería barata, la demagogia y la corrupción de una clase dirigente que, así como reparte planes sociales para tratar de esconder su incapacidad para orientar el crecimiento socioeconómico del país, opta por anunciar todo el tiempo la incorporación de miles de efectivos sin preocuparse por capacitarlos, evaluarlos y seleccionarlos con la justeza que requeriría el privilegio de ser civiles con derecho a portar armas de fuego y utilizarlas con un criterio que a todas luces brilla por su ausencia.
Las fuerzas policiales, y muy especialmente la bonaerense, vienen precedidas de una leyenda negra que las emparenta con la corrupción, el delito y la violación de las garantías constitucionales de la ciudadanía. Y ello ha sido utilizado por el poder político para enquistar en ellas bolsones de recaudación ilegal y mano de obra para todo tipo de delitos que permitan controlar territorios, financiar campañas y crear causas «convenientes» cuando se trata de perjudicar a adversarios ocasionales. Y en semejante desmán moral, la preparación de los buenos policías ha dejado hace mucho de ser una prioridad.
Si hasta es un secreto a voces que para ascender en la escala jerárquica es imprescindible demostrar permeabilidad a las necesidades del poder político. A nadie le cabe en la cabeza que llegue a la conducción de la fuerza alguien que no acepte ser parte de tan extendido plan de corrupción y delito como el que estamos aquí detallando.
No es extraño entonces que todo el tiempo aparezcan policías involucrados en ilícitos o responsables por falta de capacitación en todo tipo de abusos que, como en el caso que hoy nos sacude, terminan en la muerte de personas que nada tienen que ver con el delito.
Ha llegado la hora de dejar de dar vueltas en torno a pretextos y falsas interpretaciones: ninguna de las fuerzas policiales argentinas lleva adelante un criterio de selección y formación que garantice el cumplimiento de aquellas funciones que la Constitución Nacional o las provinciales le asignan. Y el tema es de tanta gravedad institucional que, de no ser solucionado, pone en riesgo las bases de convivencia de toda la sociedad.
Todo lo demás, las caras de circunstancia, las explicaciones, las reuniones de funcionarios con familiares de las víctimas y hasta las puebladas de vecinos indignados pidiendo justicia no son otra cosa que la gastada escenografía de una obra dramática que nunca tendrá final feliz. Y que puede llevarnos a creer equivocadamente que en la reacción está la solución…
La muerte de Luciano Olivera es la que hoy nos convoca. Pero seguramente no será la úlima de esta trágica serie, tan grosera como evitable.