Así hablaba una señora de aquellas que el genial Landrú definía como G.C.U. (Gente Como Uno) mientras observaba la salvaje carga de la policía montada sobre manifestantes. En eso parecemos estar todos.
La fina señora miraba en su televisor la carga de la caballería policial contra los manifestantes en aquel cada vez más presente diciembre de 2001. Y frente a los machetazos, los gritos y la carne desgarrada de quienes protestaban en Plaza de Mayo solo atinó de decir flemáticamente una frase que congeló a todos los que la rodeaban: «que hermoso caballo».
La buena dama, cultora de un círculo social argentino que no siempre gusta sumergirse en la realidad de los otros, no podía medir en toda su hondura el drama de miles de personas a quienes el gobierno de entonces había confiscado sus ahorros como última tabla de salvación de una gestión que se había negado a ver la realidad y resolvió avanzar hacia el abismo confiando que los acuerdos leoninos firmados con el Fondo Monetario Internacional, el Club de París y cuanto organismo multilateral que buscase engrosar sus arcas cobrándole intereses usurarios a un país que se caía a pedazos iban a salvarlo.
El éxtasis por el porte de aquel equino era entonces el complemento ideal de aquella otra tilinguería que surgiera de la boca presidencial con la recordada frase «que lindo es dar buenas noticias».
Casi dos décadas después pareciera que son muchos los ciudadanos -incluído un número alarmante de dirigentes- los que en vez de ver el drama de la gente se quedan en cuestiones tan menores como las que ocupaban a la dama de nuestro ejemplo. Con el país en llamas, la confianza perdida, las arcas a punto de quedar exhaustas, la pobreza creciente, la marginalidad extendida como una mancha oprobiosa sobre el tejido social de una nación que supo ser un símbolo de equilibrio admirado por el mundo y la incertidumbre acerca de un futuro que ahora se mide tan solo en horas, muchos de los actores centrales de nuestra vida institucional juegan peligrosamente con la fragilidad y tratan de acomodar los hechos a la conveniencia de los tiempos electorales y a sus propios intereses.
Desde el oficialismo y desde la principal oposición surge un mensaje unívoco y claro: acá lo que importa es la lucha por el poder.
Todos comenzamos a entender que con estas reglas de juego es imposible prolongar la institucionalidad en los tiempos previstos por la normativa. Argentina no tiene reservas para sostener una corrida cambiaria más allá de tres o cuatro semanas -aunque el tan mentado desembolso del Fondo llegase para fortalecerlas, en una cifra mucho menor a la que se evaporó del tesoro del BCRA en un plazo de diez días- ni los sectores más sumergidos tienen tiempo para esperar medidas de alivio que puedan llegar con el cambio de gobierno.
La urgencia toma entonces el centro de la escena…
Solo un acuerdo que involucre a las dos principales fuerzas políticas, a los representantes de trabajadores y empresarios, a las diferentes iglesias, a las organizaciones sociales, al sistema financiero (que esta vez deberá estar sentado en la mesa, por las buenas o a la fuerza) y al propio FMI que deberá aceptar renegociar ahora los vencimientos imposibles de pagar en 2020 y que superan los U$S 20 mil millones y que todos saben que serán refinanciados a poco de asumir las nuevas autoridades más allá del resultado electoral, servirá para lograr tiempo y espacio de calma que permita una negociación ya impostergable acerca de una nueva institucionalidad y un nuevo pacto político social que de paso a una república nueva, diferente y realista.
Una república que hoy está postrada, apaleada, asustada e indefensa mientras demasiados de sus responsables observan la escena, embelesados por la hermosura del caballo que la atropella…
Y que lleva el nombre de «Fin de Época»…