Por Dr. Juan Javier Negri – A esta altura de la civilización, ¿cómo es posible que el derecho no pueda proveer las soluciones necesarias para que la humanidad viva en paz? . ¿Los organismos internacionales no tienen nada que decir?.
En el Corriere della Sera (diario publicado en Milán desde 1876), hace pocos días, el editorialista Sabino Cassese se preguntaba acerca de si acaso el derecho había fracasado al impedir que, apenas setenta y siete años de terminada la Segunda Guerra Mundial, una nueva guerra estalle en Europa
Los italianos nacidos en la primera mitad del siglo XX, decía Cassese, seguramente recuerdan aun las noches pasadas en los refugios antiaéreos y la vida dura de los evacuados. Y cuestionaba: “¿acaso esa experiencia no sirvió de nada?”. “La tan elogiada globalización, ¿no erosionó el poder de los Estados? ¿Son acaso todavía éstos los que dictan las leyes? La red de poderes ultra estatales construida fatigosamente en todos estos años ¿es ineficaz?”
Cassese se refería al dificultoso (y, en el fondo, incipiente e inconcluso) proceso de cesión de facultades estatales a organismos supranacionales. Quizás lo más preocupante de su pregunta es que sea formulada desde Europa, el continente donde se ha recorrido el camino más largo en procura de alcanzar la unidad política de las naciones que la componen y solidificar la paz entre los países que la integran.
Pero la pregunta más angustiante –y, para los abogados, acuciante– que formula Cassese es si después de un mes de guerra, el derecho y los tribunales no tienen nada que decir, porque en realidad lo único que cuenta es la fuerza de los ejércitos.
En este punto, deberíamos recomendar a los analistas la lectura de El crimen de la guerra (1870), de nuestro eximio jurista Juan Bautista Alberdi (1810-1884). Curiosamente, una de sus ediciones, con prólogo de Eduardo Ulibarri (ex embajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas), tiene como proemio una frase de un ruso destacado, León Tolstoi, que seguramente Vladimir Putin no suscribiría: “la finalidad de la guerra es el homicidio; sus instrumentos, el espionaje, la traición, la ruina de los habitantes, el saqueo y el robo para aprovisionar al ejército, el engaño y la mentira, llamadas astucias militares”.
Volviendo a Cassese, para él “la decisión del Comité de Ministros del Consejo de Europa del 25 de febrero de suspender temporalmente a Rusia, seguida de su expulsión el 16 de marzo y la severa condena de las acciones rusas por parte de la Asamblea de las Naciones Unidas, el 2 de marzo, son sólo ladridos de un perro que no muerde, a diferencia de las decisiones de los gobiernos de veinte países que impusieron sanciones a alrededor de 3.600 personas físicas y jurídicas rusas”.
Pero entonces “si el poder judicial es el menos peligroso, como decía uno de los constituyentes estadounidenses, porque no maneja ni el oro ni la espada, ¿debemos concluir que la voz de los jueces es absolutamente ignorada cuando se expide alguno de los tribunales que operan a nivel internacional?”
Cuarenta y un países se dirigieron a la Corte Penal Internacional para pedir una condena a la agresión rusa a Ucrania. La fiscalía abrió una investigación al respecto el pasado 2 de marzo.
Ucrania, por su parte, se dirigió a la Corte Internacional de Justicia –un órgano de las Naciones Unidas– sobre la base de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, (a la cual la Argentina adhirió por decreto ley 6286 de abril de 1956). Lo hizo con el patrocinio legal voluntario de varios estudiosos del derecho internacional.
En su presentación, alegó que en las zonas inicialmente ocupadas por Rusia no existió genocidio alguno contra la población rusa, por lo que la invasión comandada por Vladimir Putin se hizo sobre la base de argumentos falsos. En consecuencia, se la debe detener y obligar a la Federación Rusa a resarcir a Ucrania los daños producidos. Como toda respuesta, el gobierno ruso presentó ante la Corte el discurso de Putin al pueblo de su país, pronunciado el 24 de febrero, en el que culpó a todo el sistema de relaciones internacionales generado a partir de los años 80 por la agresión sufrida por su país, que debió defenderse invadiendo Ucrania.
Ese discurso, en su momento, fue calificado de “largo y errático”. En él Putin negaba la existencia de Ucrania y de los ucranianos, “una parrafada que a muchos analistas occidentales les pareció delirante y tirada de los pelos”. Pero a esa respuesta poco técnica agregó un argumento nefasto: negó que la Corte tuviera jurisdicción para entender en el caso. Dicho en otras palabras, para el gobierno ruso esto no se resuelve mediante el derecho. La misma posición (ahora dentro del derecho de los contratos) adoptó al modificar unilateralmente la moneda de pago bajo los contratos de provisión de gas y petróleo celebrados con varios países europeos.
El 16 de marzo, la Corte Internacional de Justicia, por trece votos contra dos, dio la razón a Ucrania y ordenó a Rusia suspender sus operaciones militares en ese país: no se puede usar la fuerza en el territorio de otro estado con el argumento de intentar impedir un supuesto genocidio. La decisión repite un principio jurídico reconocido en todos los ámbitos: la justicia por mano propia no está permitida.
En el párrafo 18 de su decisión, la Corte dijo estar “profundamente preocupada por el uso de la fuerza por la Federación Rusa, que genera cuestiones muy serias de derecho internacional. La Corte, consciente de los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas y de sus responsabilidades en el mantenimiento de la paz internacional y en la solución pacífica de las disputas, considera necesario enfatizar que todos los estados deben actuar de conformidad con sus obligaciones bajo la Carta de la ONU y otras reglas de derecho internacional, incluyendo el derecho humanitario internacional”.
Rusia ha hecho caso omiso de la decisión de la Corte. La Carta de la ONU prevé que, en caso de desobediencia a las decisiones de ese tribunal, la cuestión pueda ser resuelta por el Consejo de Seguridad, que tiene facultades para ejecutar la sentencia de la Corte.
Pero… los casos en los que el Consejo de Seguridad ha intervenido para hacer cumplir las decisiones de la Corte han sido escasos.
¿La razón? Cassese la explica: “porque muchos de ellos atañían a los miembros permanentes de ese Consejo, que tienen poder de veto”. Se produce así un círculo vicioso: en el órgano que debería ejecutar las decisiones judiciales no cumplidas por un país contumaz está presente (y con poder de veto) el interesado en desobedecerlas.
Un reconocido abogado italiano, Andrea Ligi (desde hace años vinculado con el COMIN –Comité de Iniciativas por la Paz– con sede en Roma) señala que el derecho de veto atribuido a Rusia con respecto a una decisión que la condena, está en abierto y evidente conflicto de intereses: “es como si, bajo el derecho interno de un estado, a una persona que mata a otra a sangre fría (y aun en el caso de haber sufrido un grave daño anterior) se le permitiera anular la justa condena por homicidio dictada por el juez penal”.
En algunos casos, cuando la desobediencia a las decisiones de la Corte no está sujeta a políticas agresivas sostenidas por poderes autocráticos, la comunidad internacional ha aplicado varias fórmulas para hacer ejecutar las sentencias de la Corte. Por ejemplo, mediante la cooperación entre los distintos sistemas jurídicos, como cuando se prohíbe la comercialización de un producto contaminante en un país por violar las leyes ambientales de otro, o mediante la retorsión, al aplicarse sanciones (que de lo contrario no serían aplicadas) a quien no cumple una decisión judicial. “Pero” concluye Cassese, “todo esto es poco eficaz cuando los ejércitos entran en acción.
Es a partir de este punto que debe revisarse la red de poderes internacionales para restablecer un equilibrio entre la soberanía nacional y la de la comunidad internacional: esta última no puede quedar paralizada por un país con poder de veto, si se quiere que el derecho internacional sea verdaderamente eficaz”. Es más fácil decirlo que llevarlo a la práctica. Porque ¿en virtud de qué mecanismo uno de los países con poder de veto renunciaría a ese derecho? (¿Una derrota militar, quizás?).
La desilusión de Cassese con el actual sistema jurídico internacional se ve justificada por los hechos recientes y la incapacidad de las instituciones existentes para forzar a las partes a renunciar a la violencia bélica. Falta, sin duda, mucho tiempo todavía para que la idea de Alberdi de la legítima intervención internacional pueda concretarse. Vale la pena citarlo otra vez: “una espada no es gloriosa por la sangre que ha derramado sino por la que ha impedido derramar”.
Y Ligi sostiene: “hoy la paz debería ser un hecho; no una expresión de la fe, ni un precepto moral, tampoco una ideología, porque la lógica romana de ‘si vis pacem para bellum’ (“si quieres la paz, prepárate para la guerra”) ha llegado a una vía muerta. Éste es un momento histórico, en el cual sólo se puede esperar que surjan mentes extraordinariamente elevadas, que sepan encontrar alternativas verdaderas al juego de adivinar ‘a ver quién tira la bomba más grande’ (que, por otra parte, ya no funciona más)”.
¿Es eso posible? A veces ha ocurrido: basta pensar en la fantástica constelación de talentos que enfrentó la reconstrucción de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial: Adenauer, Schumann, Einaudi, De Gasperi, etc. Habría que esperar que una generación semejante aparezca antes y no después de una nueva guerra.
El Filosofito, que nos lee en borrador, nos recomienda releer a Tucídides. En el “Diálogo Meliano”, incluido en la Historia de la guerra del Peloponeso, describe la reacción de los melios al ultimátum recibido de los atenienses: rendirse y pagar tributos a Atenas o ser destruidos.
Los melios argumentan ser neutrales y no un enemigo que debe ser derrotado. Atenas responde que no desea perder tiempo discutiendo sobre la moralidad de la situación: “los fuertes imponen su poder; a los débiles toca padecer lo que deben padecer”.
Y agrega “no es vergonzoso rendirse ante un enemigo más fuerte ni irracional someterse a los superiores”. Ocurrió en el año 416 a.C. Atenas destruyó a Melos.
¿Nada nuevo bajo el sol?