Semana de Mayo (III): El Cabildo Abierto que desencadenó el final

Por Adrián FreijoLos errores de Cisneros, la firmeza de Saavedra, el ardor de Castelli y Moreno y el control de la plaza que ejercieron French y Beruti dieron marco a la jornada que cambió la historia.

 

En razón de su cargo capitular, Juan José Lezica y Alquiza presidió el cabildo abierto convocado para el 22 de mayo. Cisneros confiaba en que la mano experta del alcalde pudiese orientar el debate en el sentido que se había planificado: los «hombres de calidad» de Buenos Aires sosteniendo la necesidad de que el virrey continuase en funciones y no se produjese ninguna ruptura con la corona española.

Su mirada, entre ingenua y soberbia, ni siquiera se depositó en los extraños movimientos en la plaza, en la que muchos de sus ilustres invitados eran frenados por la multitud mientras muchos más, entre los que se contaban pequeños comerciantes y decenas de jóvenes identificados con la revolución, pasaban el escrutinio de las invitaciones con al indisimulada ayuda de French y Berutti que habían repartido cintas celeste que, pegadas en las solapas y galeras, servían para identificar a quienes dejar ingresar al cabildo y quienes quedarían afuera.

El accionar de los dos patriotas, sumado a la prudente firmeza de Saavedra y la dosis de fuego sagrado que aportaron Moreno y Castelli a los hechos del aquel día, son los puntos más altos de una jornada en la que todo lo demás -incluido el debate que ya se iniciaba dentro del Cabildo- era solo una expresión formal de lo que se agitaba en las profundidades.

El recuerdo de aquella jornada  despierta en todos nosotros la idea de una asamblea popular que supo volcar los acontecimientos a favor de la revolución, pero la realidad indica que no fue el cabildo quien hizo la revolución, sino dos o tres hombres valientes y convencidos, junto con los líderes de la fuerza armada y sostenidos en una convicción libertaria que en realidad había aparecido el día en que se fundaba Buenos Aires.

-El debate que llevó a la libertad-

A la sesión concurrieron 56 militares, 4 marinos, 18 alcaldes de barrio, 24 clérigos, 20 abogados, 4 escribanos, 4 médicos, 2 miembros de la audiencia, 2 miembros del Consulado, 13 funcionarios, 46 comerciantes, 18 vecinos y 15 personas sin calificación. Totalizaron 251 concurrentes, a pesar de que se proyectaron 600 invitaciones, que se vieron reducidas por vía de selección a 450 y que por presión de los criollos, muchos concurrentes se vieron imposibilitados de acceder a la Plaza. Adentro estaban, casi sin que Cisneros tomase nota, quienes podían por fin cambiar las cosas y comenzar una buena etapa.

Tras la apertura del debate por el escribano, Justo Núñez, el primer expositor fue el obispo Benito Lué y Riega, quien en su discurso se manifestó por la continuidad de la dominación española en América, confiriéndole esa potestad a cualquier español libre de la dominación francesa. El buen hombre, uno de los más conspicuos beneficiarios del orden colonial, ni siquiera estuvo en condiciones de definir a quien había que reconocer como autoridad suprema: el rey preso y el Consejo de Regencia en disparada no le daban demasiado sustento a su pretendida lealtad a una corona ya inexistente.

Juan José Castelli se pronunció por la soberanía del pueblo de Buenos Aires quien la había adquirido, por la disolución de la Junta Central, que tenía poderes indelegables, por lo tanto no eran legítimos los atribuidos al Consejo de Regencia. Su discurso fue luego reconocido como la llama que encendió el fuego final de la libertad y el que volcó la voluntad de la asamblea a favor de la causa patriótica. Aunque todavía quedaba un corto trecho por recorrer…

El fiscal Manuel Villota basó su argumentación de defensa del poder español, en que Buenos Aires no podía por sí sola atribuirse la representación de toda la América española  y rescató la legitimidad del Consejo de Regencia, al haber sido reconocido por los pueblos.

El abogado Juan José Paso, moderado y comprometido con los intereses conservadores aunque simpatizante del pensamiento revolucionario, reconoció que Buenos Aires no podía decidir por sí sola, pero se subsanaría ese defecto necesario, ya que la decisión de la cuestión era urgente, estableciendo un gobierno provisorio que luego, se transformaría en definitivo, cuando pudiera hacerse la consulta general. Una postura prudente e intermedia que sería el puntapié inicial a una fructífera carrera burocrática que lo colocaría por muchos años en opciones de poder.

Pascual Huiz Huidobro, militar, apoyó la destitución del virrey al haber cesado en su cargo Fernando VII, en cuya representación gobernaba. Su intervención, sin que hiciese falta abundar demasiado, fue entendida por los presentes como la representativa del pensamiento de Saavedra, de los Patricios y de los otros regimientos apostados en Buenos Aires. Tal vez al terminar aquella exposición la suerte estaba echada…

La votación se realizó en forma pública y a mano alzada. Por la destitución del virrey se expresaron 162 votos y 64 por su continuidad lo que se conoció después del recuento que, por lo avanzado de la hora, se realizó el 23 de mayo. Y si algo le debe la historia al depuesto Cisneros es el no haber aceptado manipular el escrutinio; es que todo fue tan apabullante que cualquier intento hubiese desatado una tragedia.

La fórmula más votada fue la de entregar el mando al Cabildo de la capital, quien establecería el modo de designación de una Junta, posición que coincidía con la opinión de Cornelio Saavedra.

Ya veremos como se desarrollaron los acontecimientos en las horas posteriores. Sin embargo no sería justo abandonar la narración de los hechos de aquel día sin contar al lector lo que siguió en la vida de quienes hasta el último momento quisieron torcer la voluntad del país que nacía. Y que como veremos, no se dieron por vencidos.

El 14 de julio de 1810, en secreto, los derrotados cabildantes juraron obediencia al ya inexistente Consejo de Regencia español , hecho político trascendental que sólo fue conocido el 16 de octubre, lo que llevó a la Primera Junta a destituir a todos ellos y sustituirlos por vecinos partidarios del nuevo régimen.

Mariano Moreno instó furioso a que se ejecutase a todos los cabildantes sosteniendo que  “es necesario condenar a Julián Leiva y sus secuaces para escarmiento de los enemigos de la Patria y de nuestro sistema”.

Sin embargo, tal como había acontecido en las jornadas de aquel Cabildo Abierto,  Cornelio Saavedra mantuvo una posición serena y moderada, propia del militar que conocía los peligros de encender los ánimos con más derramamientos de sangre, quien  le replicó: “la propuesta excede los sentimientos de lenidad que debe auspiciar el gobierno” y  alertó al fogoso joven que si se dictasen la condena a muerte, sus tropas no la ejecutarían.

Se decidió multar los cabildantes traidores en $ 2.000, confinar a Julián Leiva en Catamarca por seis años y a los restantes juramentados en lugares de la campaña bonaerense. Juan José Lezica fue desterrado a la Villa de Luján, donde murió el 13 de noviembre de 1811, cuando se prohibió que fuese sepultado en el interior del templo parroquial, lugar de honor que le correspondía por ser, por herencia paterna, patrono del santuario.

¿Y que fue de Cisneros?. Don Baltasar, que aún por algunas horas seguiría buscando envolver a los patriotas con sus maniobras continuistas, no sabía que su recorrido en el poder virreinal había llegado a su fin.

Tras los hechos del 25, de los que daremos cuenta oportunamente, el hombre siguió viviendo en Buenos Aires junto con su esposa doña Inés Gaztambide y Ponce. En cuanto fue desplazado, alquiló una casa en la actual calle Bolívar 553, entre Venezuela y México y continuó cobrando sus haberes, de acuerdo con lo resuelto por la Junta. Pero su estadía en la Buenos Aires revolucionaria iba a ser corta.

Tras algunas maniobras poco claras que bien podía ser confundidas con una conspiración y el enojo de los vecinos de Buenos Aires por el trato preferencial que Cisneros recibía, la Junta de Gobierno resolvió detenerlo, comunicarle su expulsión del territorio -con destino a Canarias- y sin siquiera permitirle volver a su hogar a buscar sus pertenencias lo subió a un barco surto en el puerto local en el cual fue enviado de vuelta a su patria.

Pocos días después su mujer abandonaría la ciudad y lo seguiría. Los Hidalgo de Cisneros se reencontraron en Cádiz, sus años finales los pasaron en Cartagena, la ciudad natal de Don Baltasar, y en la que murió en junio de 1826 con tiempo para ver el gloriosos final de las guerras por la independencia en América del Sur.

Tal vez en sus últimos instantes haya recordado aquellas jornadas de mayo, sus intrigas fracasada, su subestimación de los criollos y aquellas hábiles maniobras de French y Beruti, sostenidas por la firme prudencia de Saavedra y destinadas a abrir las compuertas al ardor revolucionario de Moreno y Castelli que lo convirtieron, nada más y nada menos, en el último virrey que pasó su ajado esplendor por las calles de la Buenos Aires colonial.