Por Adrián Freijo – El 20 de mayo se iniciaba un proceso que en pocas horas cambiaría la historia para siempre. Pero no eran muchos, entre los que decidían, los que querían un cambio verdadero.
Obligado a convocar a un Cabildo Abierto el virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros estaba dispuesto a todo para frenar un alzamiento popular cada vez más cercano y lograr lo que se había propuesto: ganar tiempo.
Ya navegaba hacia España su pedido de urgente ayuda militar para enfrentar la insurgencia por entonces anárquica en las provincias interiores que ahora encontraba en los comerciantes porteños, aliados al sector más popular de los vecinos, una expresión urbana y peligrosa del descontento. No podía entender el mandatario español que la prisión de Fernando VII en manos de Napoleón había generado un terremoto en todo el continente y que aquella corona a la que suplicaba asistencia apenas podía resistir los embates del francés en una península partida al medio y sin respuestas.
Ya no había Junta de Sevilla, Suprema y Central para el gobierno de España y de las Indias y el Consejo de Regencias no garantizaba nada; ni la la debida lealtad a Fernando VII.
Contando con la única ayuda de los sectores más ricos que, temerosos de perder su posición de privilegio y los beneficios del monopolio del puerto de Buenos Aires en todo el comercio de ultramar, nada querían saber con esos revoltosos que para peor adherían a las ideas liberales que desde Francia e Inglaterra llegaban a esta parte de América. Asi, entre un virrey en retirada y un grupo conservador de un órden inexistente, se urdió la jugada del Cabildo Abierto del 22 de mayo en el que se intentaría que «los buenos vecinos» ayudasen a armar un nuevo gobierno de transición encabezado por Cisneros y a la espera de lo que ocurriese en España.
Y como garantía de éxito Cisneros convocó a los jefes militares. Una imagen de «ilustres ciudadanos» respaldados por las armas de Buenos Aires sería suficiente para que a nadie se le ocurriese ir más allá de lo aconsejable. No podía imaginar que en los cuarteles ya hacía tiempo que se hablaba de un orden nuevo que, si bien no era el que imaginaban los conspiradores de la Jabonería de Vieytes, tampoco suponía dejar todo como estaba hasta ese momento.
Cornelio Saavedra, comandante del cuerpo de Patricios, la unidad militar más importante del Virreinato del Río de la Plata, dejó en claro desde un principio que sus hombres no dispararían contra el pueblo y mucho menos se prestarían a ser cómplices de una traición a la voluntad porteña. Claro que como buen representante del sector más conservador, el militar miraba con desconfianza el fervor libertario que tenía en Mariano Moreno y Juan José Castelli a dos de los más conspicuos inspiradores.
Pero igualmente puso sus límites al intento de Cisneros, recordándole por escrito que su mandante Fernando VII ya no ejercía poder alguno y que por consiguiente la disposición que ungía al virrey había perdido toda legitimidad; «por consiguiente usted tampoco la tiene ya» le comunicó para aventar cualquier duda.
Tal vez en ese momento el buen español se habrá arrepentido de haber entregado a las milicias la totalidad de las armas y municiones depositadas en el polvorín oficial. Y es que, sin asegurarse antes la lealtad de los jefes y especialmente del Patricio, creyó que la soldadesca armada en la plaza disuadiría cualquier intento de ejercer violencia. El recuerdo de la Revolución Francesa estaba demasiado fresco como para no poner las barbas en remojo…
Pero no se rendía: ese mismo día 20 tuvo concluida la lista de invitados a la reunión del 22 y la misma estaba compuesta por vecinos que garantizaban el triunfo de la idea de continuidad. Si la reunión se hacía en esas condiciones no sería necesaria la presencia de los militares, aunque aún esperaba que ese día se mantuvieran acantonados en las cercanías del Cabildo por cualquier disturbio que pudiese generarse.
Cuatrocientos cincuenta invitados entre hacendados, empleados, comerciantes, , funcionarios, clérigos, profesionales y militares, entre algunos otros selectos vecinos de la capital del golpeado virreinato estarían a las órdenes de la amañada jugarreta.
Pero, albores de la argentina trucha, algo pasó que no estaba en los cálculos de nadie…
El grupo de «chisperos» comandado por Domingo French y Antonio Beruti percibió con claridad lo que estaba ocurriendo y -adelantándose a lo que doscientos años después sería algo habitual entre las barras bravas del fútbol argentino- metieron mano en la imprenta de los Niños Expósitos y las invitaciones truchas quedaron igualitas a las originales, ya que todas se imprimieron en el mismo lugar.
Para coronar la jugada prepararon a su gente para tomar los lugares estratégicos en la Plaza de la Victoria, hoy de Mayo, y se reservaron para ellos mismos la burocrática tarea de…controlar el acceso a la reunión.
Cuando esa noche Cisneros apoyó la cabeza en la almohada seguramente se dejó ganar por el sueño temprano: había neutralizado a los militares, manipulado las invitaciones al Cabildo Abierto convocando a leales y moderados y aventado el riesgo de ser eyectado de su cargo.
No podía saber que nada de ello había ocurrido y que comenzaba a vivir sus últimas horas en el poder.
Pero eso lo iremos contando día por día de aquella histórica semana que vio nacer una nueva nación a la faz de la tierra.