La insólita imagen de miles de argentinos pasando por los peajes de las rutas que llevan a la costa nos obliga a reflexionar acerca de algunos parámetros para evaluar comportamientos que ya no tiene sentido mantener.
Todos los argentinos, desde el presidente Alberto Fernández al más humilde de los ciudadanos, nos damos cuenta de que la sociedad enfrenta un desafío en el que el premio es la vida misma. Los datos sobre la pandemia de coronavirus que llegan desde Europa, y que comienzan a explotar en el país más poderoso de la tierra después de mostrar por primera vez su cara en la populosa China, no dejan ya lugar a duda alguna: estamos frente al desafío sanitario más importante de este siglo y ojalá, cuando todo termine, no tengamos que ubicarlo como el más grave de la historia universal.
Se nos ha pedido quedarnos en nuestro domicilio y específicamente no trasladarnos a los centros de veraneo que, como ocurre en Mar del Plata, se encuentran ahora dedicados a proteger a sus propios ciudadanos y no tienen ni tiempo ni elementos suficientes como para absorber un crecimiento desmedido de su población. Por lo demás, el cierre de establecimientos gastronómicos, de entretenimiento y de hospedaje hace que se vuelva mayor sinsentido salir de casa para encerrarnos vaya a saber uno en que lugar, corriendo riesgos y haciendo que los demás también lo hagan.
¿Qué puede pasar por la cabeza de estos argentinos que ganan las rutas con la misma actitud que seguramente tienen en épocas normales, buscando vacacionar en medio del infierno?. ¿No se les ocurre -ya que es obvio que no les interesa ni su salud ni la de su familia- que están poniendo en riesgo a terceros?.
¿Son tontos?, ¿son irresponsables?…¿son crápulas?.
En los últimos años la sociedad ha ido cediendo terreno en la necesaria actitud de juzgar lo que es correcto y lo que no lo es. Parece claro que en la Argentina todo da lo mismo…
La corrupción, la mentira, el desapego a la ley, la impunidad, la usura, el atropello a los derechos del otro, la demagogia, el incentivo a la vagancia, la aceptación de la marginalidad delictiva, la carencia de premios y castigos y tantas otras claudicaciones, fueron inoculadas en cada uno de nosotros hasta el punto de convertirnos en seres pusilánimes, acostumbrados a convivir con la maldad y sin capacidad para rebelarnos, gritar nuestro enojo e imponer la vuelta de valores elementales cuando de espíritu gregario hablamos.
El inadaptado grita e impone…el hombre común se convierte en tanto en una mayoría silenciosa y acobardada.
Y cuando las mayorías son silenciosas, no sirven para nada.
Estos irresponsables que hoy salen a la ruta están atentando contra la salud pública, y lo saben. Son delincuentes que .como tantos otros en el país- se escudan en supuestos derechos para lastimar al semejante, sin que ello les signifique remordimiento alguno.
Son antisociales…y a los antisociales la sociedad debe expulsarlos de su seno. Es la propia definición de una comunidad organizada la que está en juego.
Ser crápula no puede resultar gratis, y ya es tiempo que todos pasemos la factura.