Último Primer Día: cuando los bomberos no pueden pisarse la manguera

Por Adrián FreijoUn incidente, una joven herida y el causante detenido, una imagen deplorable de chicos alcoholizados, de intemperancia y de pérdida de autoridad. ¿Qué hacemos?, ¿nos callamos?.

El Último Primer Día es solo una expresión más de una sociedad que busca constantemente válvulas de escape a las tensiones cotidianas y pretextos para ingerir alcohol, actuar en manada y expresar -en este caso desde la dudosa identidad de un festejo- toda esa agresividad y desprecio por los «valores constituidos» que suele aparecer cuando los mismos no son otra cosa que un privilegio para los dueños del poder y un argumento para silenciar al resto de las personas.

Y muestra además a uno de los disvalores más graves que debemos afrontar hoy como conjunto: la pérdida del concepto de autoridad, si la entendemos como resultado de una convención entre ciudadanos para darse reglas comunes de convivencia, límites y reglas que marquen ajustadamente aquello de que los derechos de uno terminan cuando comienzan los de los otros.

Y por eso la autoridad se diferencia del autoritarismo: mientras este impone desde la fuerza de uno, o de unos pocos, la autoridad contiene desde el acuerdo de las mayorías.

Los chicos que salen a la calle para el festejo de esta nueva fecha estudiantil -el último día de inicio de clases que vivirán como compañeros- lo hacen sabiendo que pasar la noche en vela, bebiendo alcohol y llegando a sus colegios en un estado generalmente deplorable, con gritos y petardos y sin posibilidad alguna de asistir a sus actividades con alguna normalidad, no es otra cosa que un desafío a la autoridad.

Los responsables de los colegios, que nunca toman una decisión por grave que sea la indisciplina de quienes así ingresan a las aulas, saben que están siendo desafiados y que cualquier paso que den para neutralizar el desmán les será imputado como acto de autoritarismo y terminará invariablemente con sanciones que afecten sus carreras docentes.

Y los padres, sin posibilidad alguna de contener a sus hijos, «harán como que» son parte del festejo para no reconocer que se han convertido en convidado de piedra a la hora de poner límites al accionar de los menores, cualquiera sea la sinrazón de los actos que estos quieran emprender.

Entonces todos, mirándose de reojo pero conociendo la realidad, mirarán para el costado, apostarán a la teoría del mal menor y esperarán que mañana, pasados los vahos del alcohol, todo vuelva a esa normalidad nuestra que esconde desde hace tiempo las frustraciones, la decadencia y el deterioro constante de la posibilidad de sentarnos y dialogar.

Claro que a veces el diablo mete la cola, aparece un energúmeno que no es capaz de entender lo que está pasando y, por ejemplo, lanza su auto sobre los chicos como muestra de otro de los males, tal vez el peor, de esta nuestra enferma sociedad: el desprecio por la vida ajena.

Y entonces pasan cosas que ponen en evidencia que los bomberos, puestos de acuerdo en no pisarse la manguera, no pudieron evitar hacerlo, interrumpir el chorro de la complicidad silenciosa y tomar conciencia de la necesidad de apagar el incendio que los rodea.

Porque nunca fue buen negocio pretender ignorar que todo arde a nuestro alrededor.