La caída de la calificación argentina al último de los escalones, que la coloca directamente fuera del mundo, y el aislamiento internacional exigen una respuesta desde el sentido común y no de la ideología.
La Argentina tocó fondo: fuera de la calificación internacional que permite a los países interactuar en lo económico y financiero, aislado políticamente por la pertinaz actitud de su gobierno de sostener y encubrir a regímenes totalitarios y grupos terroristas, perdida la esperanza de un cambio tras el estruendoso fracaso de la gestión de un Mauricio Macri que no supo cumplir una sola de las promesas de cambio que planteaba antes de su asunción y terminaron sepultadas por una ineficacia irritante, sin un plan sustentable ni acuerdos mínimos entre los actores de una vida institucional de una precariedad constante, el país se ha quedado solo, sin apoyos y sin un cuerpo social que muestre siquiera un espasmo de lucidez.
Y tras el dramático telón se esconde una verdad que pocos se han atrevido a plantear en voz alta y que explica tanto dolor, tanto fracaso y tan poca esperanza: Argentina es un país inculto, con una dirigencia inculta, un pueblo sin educación, una prensa prebendaria sujeta siempre a la oferta del mejor postor y una extendida clase social, impensada hace apenas medio siglo, que ha irrumpido en nuestra realidad y da todas las muestras de querer quedarse, a la que podríamos bautizar como «la de la mano extendida para recibir una limosna».
Si se trata de echar culpas muchos dirán que el peronismo, expresión vernácula del populismo que se ha abierto paso en el mundo en las últimas décadas, es el culpable excluyente de esa marginalidad a la que popularmente se ha bautizado como «la patria planera».
Y aunque vaya si le cabe responsabilidad a un grupo político que ha gobernado mucho más de la mitad del tiempo institucional argentino desde su nacimiento en 1945, no sería justo endilgarle todas las responsabilidades. Ninguna de las tantas alternativas, democráticas y autoritarias, civiles y militares, socialdemócratas o liberales, que por el voto o por la fuerza llegaron al gobierno, demostró ser capaz de torcer el destino de decadencia y al menos sentar las bases de un país distinto. Ninguna.
Ni los peores tiranos ni los líderes democráticos con mayor consenso popular se animaron a plantear los temas que debían ser modificados para terminar con esta sociedad organizada con leyes y contratos de hace setenta u ochenta años, en un mundo que cambió sus formas de producción, de distribución de la riqueza, de condiciones laborales y de asociación comercial.
Seguimos berreando contra el imperialismo mientras las más gigantescas empresas comerciales poseen un paquete accionario que nadie, ni quienes las conducen ejecutivamente, saben a quien pertenece. Ya no hay países imperiales…ni ellos podrían decir quienes son los propietarios verdaderos de su riqueza y poderío.
Nos aferramos a prejuicios ideológicos y los aplicamos a las relaciones bilaterales en un mundo en el que la multilateralidad es la regla y, aún que fuese prohibida, estallaría a partir de la conexión universal que hoy permite la internet. Pregunte el lector a los regímenes de China, Cuba, Nicaragua, Rusia, Siria o a cualquier otra de las tantas dictaduras que aún pululan por el mundo si les ha sido posible evitar, como ocurría antaño, que hasta en el último lugar del planeta rebotase la noticia de los excesos y desmanes a los que someten a su gente.
Lo que ha hecho el mundo al oficializar nuestro aislamiento -además de lograr que se dispare el precio del dólar, se desplomen las acciones y bonos argentinos, se deprecien más aún de lo que ya lo estaban las empresas de capital nacional y se espere un crecimiento de la inflación y la pobreza que puede ser explosivo en este segundo semestre- es poner las cosas en su lugar y comunicarnos que sabe bien que Argentina es un país sin destino y sin salida.
¿Duro?, seguramente. Pero mucho más lo ha sido el mentirnos durante décadas, ver como una generación de políticos brutos, corruptos y sobreactuados nos llevaban alegremente hacia el abismo y callarnos la boca porque lograron convencernos que señalar con el dedo a los responsables de la decadencia argentina era algo así como un traición a la patria.
Y créame amigo lector que no hay nada más duro que sabernos parte de un fracaso que, con un poco menos de comodidad y una cuota de coraje e inteligencia, pudo ser evitado.
Los brutos nos llevaron por delante y nosotros se lo permitimos. Tan solo eso…