Arroyo desarrolla una agenda anodina que lo mantiene alejado de los conflictos. Revisa obras menores, despide estudiantes en viaje de egresados y evita generar peleas innecesarias.
La orden llegada desde nación y provincia fue terminante: «que no hable más».
La sucesión de conflictos y la acumulación de temas sin resolver -más allá de alguna ayuda financiera que, a modo de prueba, le fue enviada para evaluar su capacidad de maniobra- fueron suficientes para convencer a Macri y Vidal, y hasta Rodríguez Larreta que hasta ese momento había sido el único aliado más o menos considerado, que todo esfuerzo para enderezar la nave sería imposible: el hombre seguía enfilando hacia Normandía con la misma enjundia que el Quijote lo hacía contra los molinos de viento.
Fué inútil el «Operativo Marca Personal» que también se intentó. Agustín Cinto no pasó de un tibio e inmaduro intento de modernización y Guillermo Blanco entró a las corridas al bazar cantando «yo soy un elefante y me llamo Trompita», desde mucho antes de hacer «la gran Bruera» e irse de vacaciones pretendiendo que seguía trabajando.
Apareció entonces Alejandro Vicente, al que algunos suponían una hábil mano política, pero fue llevado por delante por su unción radical y, como es característico de los hombres de la boina blanca, emprendió el «tiempo declamativo» con encocoritados mensajes descalificantes contra todos los que se atrevían a preguntar que estaba pasando con una administración a la que los empleados le paran por incumplimiento, los recolectores de residuos le paran por incumplimiento, los efectores culturales le protestan por incumplimiento, los docentes y educadores se le movilizan por incumplimiento y parece dejar todo en manos del encumbrado copiloto del intendente.
A partir de su alumbramiento todo fue peor, los problemas se multiplicaron y ahora todos miran en torno al despacho principal para tratar de escudriñar quien será entonces la nueva estrella en el cada vez más nublado cielo municipal.
Arroyo sigue visitando pequeñas obras, despidiendo estudiantes en viaje de egresados, conversando con personas e instituciones que cada vez más modicamente se acercan a su despacho y viviendo algún día de gloria en el que parado en la caja de un jeep, con circunspecto y entorchado acompañante militar, vuelve a sentirse arrobado por lo que imagina una similitud de liderazgo con el de algún personaje de la historia al que ahora admira en silencio.
Y nadie gobierna, nadie decide y nadie puede abandonar la lógica perversa del «sálvese quien pueda» que estalla en forma de nombramientos para amigos y parientes, sueldos exorbitantes y planes para una sucesión que nadie sabe aún como encarar.
Si es verdad que Dios es «su copiloto», tal vez sea el momento de contratar para la comuna una flota de automóviles ingleses...que lleven el volante del otro lado.