Fuerte repercusión del libro escrito por Eduardo Zanini que cuenta la historia del hijo de Néstor Kirchner y confirma que Máximo tiene adicción a las drogas. Historias de familia.
Un libro podría cambiar la historia de las próximas elecciones. «Máximo, la historia jamás contada», el nuevo libro de Eduardo Zanini, revela que el hijo de Néstor y Cristina Kirchner es adicto a las drogas. El autor cuenta, en base a testimonios policiales, que Máximo fue encontrado en varias fiestas con amigos, mujeres, alcohol y drogas.
El diario Perfil hizo un extracto de las partes más polémicas del libro y las supuestas adicciones de Máximo:
«Esa mañana, Kirchner revisaba unos papeles. El mensajero, uno de los jefes de la seguridad, además, volaba de ansiedad. Cuando estuvo frente al gobernador de Santa Cruz le confirmó sin preámbulos lo que todos suponían y comentaban en el pueblo.
«Anoche encontraron a Máximo y a otros amigos en una casa, en una fiesta. Había de todo, minas, droga, alcohol…», sintetizó el Strogoff patagónico, como el correo que cumple con su objetivo y quiere marcharse hacia la próxima posta lo antes posible.
La noticia dejó a Néstor sin aliento, atónito, con la mirada extraviada, sin saber qué decir. De pronto, enfureció. Apenas pudo maldecir porque cuando se ponía muy nervioso la garganta se le cerraba, le costaba expulsar cada palabra. Se puso rojo y el funcionario que le había llevado la noticia sabía que en unos segundos la bronca se trasformaría en una tormenta de ira.
El operativo policial de la noche anterior había sido decidido después de una llamada anónima. En Río Gallegos nadie quiere perder la pisada de la discreción, aunque todos hablen por lo bajo, aunque todos sepan, o digan saber, quién es quién y qué hace cada uno de los habitantes de esa ciudad patagónica. La patrulla de la policía provincial había llegado hasta un domicilio a pocas cuadras del centro. Eran cerca de las tres de la mañana de una noche de primavera con poco viento.
Los muchachos les preguntaron a los policías qué pasaba, y dijeron que ellos no habían hecho nada. El personal de la comisaría insistió con identificarlos. «¿Sabés quién está ahí adentro?», desafió uno de los pibes, con la seguridad de que esa pregunta desalentaría las intenciones de los policías.
Los policías, sin saber que se trataba del hijo mayor de Kirchner, le preguntaron nombre y número de documento a esa persona que estaba desparramada en la punta de uno de los sillones. El hijo del gobernador balbuceó unos números y dijo su nombre. Tenía la mirada bamboleante, el cuerpo estirado, relajado y una sonrisa dibujada que no abandonaba nunca. Más que una mueca de fastidio transmitía, con esa sonrisa, que todo estaba bien, que nada podía pasar, que el poder otorga la tranquilidad necesaria para estar así.
Dos días después, aunque Kirchner dio la orden estricta de preservar bajo catorce llaves la información, en la Casa de Gobierno de Santa Cruz había un corrillo infernal. En el grupo de amigos de Máximo, esa noche estaban los hijos de varios funcionarios provinciales, amigos del colegio secundario que después siguieron en la ruta de la política, el hijo de una periodista amiga íntima de Néstor Kirchner, el hijo de un empresario, uno de los hijos del entonces ministro de Economía y el hijo de un diputado provincial, de acuerdo con el punteo que hace hoy un amigo de Máximo.
Ahora bien, ¿cómo justificaba Máximo sus idas al infierno? «A lo mejor no aparecía por dos o tres días por la casa cuando vivía en Río Gallegos y decía que se había ido de excursión o a pescar con los amigos o que se quedaba a dormir en la casa de alguien. O directamente no decía nada porque nadie le pedía explicaciones», recuerda un dirigente político de la provincia.
«No tengo pruebas, pero no tengo dudas», es la frase que utiliza el ex diputado provincial Javier Bielle, quien fue jefe de la bancada de la UCR en los 90, para hablar de la adicción de Máximo. Bielle es preciso.
Una noche de 1999, según Juliana, un policía de Calafate observó, mientras volvía a su casa después de dejar el servicio a la una de la madrugada, a alguien corriendo desnudo. Avisó a la comisaría y mandaron un patrullero al lugar. Cuando agarraron al muchacho, éste gritaba que era el hijo de Kirchner. Lo subieron a la camioneta policial y le preguntaron al jefe de guardia qué hacían. «Déjenlo donde les diga», fue la orden.
Lo habían encontrado en ese estado cerca de la residencia oficial del gobernador cuando aún los hoteles de Calafate eran escasos, la vigilancia precaria y no había cámaras en las calles del pueblo para monitorear los movimientos.
Uno de los policías que esa noche estuvo de guardia se tuvo que ir a trabajar a otro lado. Antes de partir, contó que «el pibe (por Máximo) estaba tan sacado aquella noche que nos miraba y se reía ante cada pregunta que le hacíamos, aunque siempre y en todo momento nos hacía referencia a que era el hijo del gobernador».