Por Adrián Freijo – Para avanzar en políticas de estado asumidas por dirigentes y dirigidos la Argentina deberá mirar su pasado y encontrar en sus errores aquello que, al menos, no deberá repetir.
A partir de 1930 cada crisis, existiese o no una claudicación de la dirigencia civil, encontró a demasiados argentinos dispuestos a aceptar, convalidar y hasta promover las experiencias autoritarias como forma de retomar el camino del bienestar económico que seguía siendo, para nosotros, el camino de la consolidación nacional.
Pero algo se revolvía seguramente en el inconsciente colectivo ya que en cada ocasión se utilizó el argumento del ser nacional como pretexto para la interrupción del orden democrático, sin detenernos ni por un momento a pensar que el justificar semejante actitud significaba incorporar para nuestra sociedad el arrebato violento y el autoritarismo como integrante de nuestros propios valores.
Este camino histórico está ligado con dos etapas relacionadas, sólo desde el análisis racional.
Se produce primero la aparición de una crisis orgánica en el bloque dirigente -y con ella la ruptura del vínculo entre el poder y la gente- que se evidencia porque entre esta última se comienza a separar una franja –mal definida como clase media en el análisis habitual y que preferimos designar como intelectual o pensante de la sociedad, que ya no construye elaboraciones ideológicas para el poder ni obedece a las clases privilegiadas.
Cuando el discurso de estos sectores encuentra rápido eco en las clases auxiliares y subalternas estamos en presencia de una crisis. Esta es una crisis que implica la ruptura del consenso.
El paso siguiente es la creación de un sistema hegemónico alternativo que agrupe a las clases subalternas, proponiéndoles la solución de sus problemas sin la necesidad de someterse a esfuerzo alguno: es el nuevo poder el que va a concurrir en su auxilio y va a sostener sus necesidades más inmediatas.
En la Argentina nuca llegaron a consolidarse ninguno de estos caminos…aunque vaya si se intentaron.
El peronismo –tal vez lo más parecido al populismo fascista de la Italia mussoliniana- bregó insistentemente por mantenerse dentro de los modos y costumbres de la democracia liberal, tal cual era entendida en nuestro país; más adelante veremos los resultados cosechados para sí y para los demás.
Las dictaduras provenientes de asonadas militares –a pesar de ser siempre acompañadas por una dosis de consenso que les evitaba a priori el aislamiento- también pretendían ser expresion del interés general y vía de “retorno al camino institucional”, lo que significaba negar su propio origen y apoltronarse en una actitud culposa que terminaba convirtiéndolas en amebas conceptuales sin otro destino que el servir a los intereses que invariablemente habían sido señalados como responsables de aquella ruptura entre la gente y la dirigencia.
Claro que los reiterados fracasos de tales experiencias autoritarias fueron acorralando a los militares a un “in crescendo” de violencia que convirtió aquél desfile del Colegio Militar hacia la Casa de Gobierno en 1930 en el tan aberrante como innecesario terrorismo de estado de la última experiencia.
Y ya veremos como el postrer fracaso de las salidas militares tuvo y tiene mucho que ver con las permanentes crisis políticas que a partir de 1983 conoció la democracia argentina.
Pero valga como simple adelanto de aquellas consecuencias el detenernos brevemente en estos nuevos fenómenos relacionados con el miedo que hoy vive nuestra sociedad: la inseguridad a la que se está actualmente sometida la encuentra a mitad de camino entre abrazarse a soluciones consagradas dentro del orden constitucional –siempre más lentas y de mayor costo inmediato- o retomar el camino del autoritarismo –efectivo tal vez en el “aquí y ahora” pero inevitablemente suicida en el mediano y largo plazo- para volver la convivencia a sus carriles normales.
Sin embargo, en una u otra opción, la inmadurez argentina sigue presente: son ellos (el estado) los que deben resolver la cuestión por su cuenta.
Mientras tanto nosotros (los ciudadanos) buscamos replegarnos en soluciones individuales a la espera de que tal momento llegue.
La sensación de inseguridad ha hecho que prevalezcan las áreas de acceso restringido, retornando a las viejas murallas y fortalezas del medioevo, separando de paso a los llamados ciudadanos de bien y a los que diferencialmente exponen una ciudadanía más acechada por el peligro y el asedio, dos constantes que merodean invariablemente la sensación de sentirse víctima. Así las cosas se impone la idea de una vida sin riesgos y sin desgracias, entre alarmas, vigilancia y autocontrol.
El temor y el miedo se están convirtiendo en elementos de aislamiento y ausencia de solidaridad entre la comunidad
Y no sólo es temor; es también la desconfianza al otro, a la institución encargada de velar por la seguridad pública, lo que daría cuenta de una profunda crisis de capital social, como enseñan los resultados cosechados a partir delos instrumentos (encuestas) habitualmente utilizados para explorar la percepción de los ciudadanos.
A partir de estos resultados es fácil observar, además, que los argentinos poseemos estados de ánimo comunes antes que principios comunes.
Ante el impacto de una situación o noticia la sociedad vernácula –sobre todo la burguesía cultivada en las grandes ciudades- muestra una impronta común, casi solidaria, que la lleva a construir un estímulo-respuesta muy similar.
Y ello –que puede por un momento parecer surgido de una visión similar de los hechos- pasa inmediatamente a ser demostrativo de lo contrario cuando, a poco de andar y ante otro estímulo externo, ese mismo núcleo reacciona también en bloque pero en un sentido filosófico absolutamente opuesto al anterior.
Vuelve a aparecer esa falta de base común que debería convertirnos en un cuerpo único -aún con disensos- que tenga en claro e incorporadas las respuestas a aquellas preguntas que planteábamos al principio del capítulo: ¿de dónde venimos?, ¿hacia dónde vamos?
Toda filosofía social debe prolongarse en el sentido común. A la vez que elabora un pensamiento superior al sentido común (científicamente coherente), debe mantenerse en contacto con las capas populares a fin de dirigirlas ideológica y políticamente.
Porque el vínculo entre filosofía y sentido común está asegurado sobre todo por la política.
Y es la política la que deberá tutelar cualquier acuerdo nacional acerca de los objetivos, estrategias y líneas directrices que nos lleven a ser una república en movimiento y metas que cumplir.
Sin ella, mal que pese a muchos, todo será más letra muerta camino al fracaso…