Un país para todos (3): el desarrollo sustentable

Por Adrián FreijoAislados, discutiendo temas del siglo pasado, lejos del debate que hoy apasiona al mundo, la Argentina y los medios se miran el ombligo con soberbia e impudicia.

 

Estas consideraciones carecerían de sentido, si no señalásemos la importancia de los medios masivos de comunicación, incluidas las redes sociales y las plataformas tradicionales, que ocupan la mayor parte del tiempo libre de los sectores populares; omnipresentes en muchos lugares de trabajo, y generadores casi autónomo, de la realidad.

Claro es que los medios de comunicación masiva –como el poder o las entidades de representación intermedia- no han podido en la Argentina abstraerse de aquella inmadurez manifiesta de la sociedad.

Lo cierto es que –entre claudicaciones propias y circunstancias externas de inevitables consecuencias en los contenidos y en la economía propia- siguieron también el derrotero del facilismo, la intemperancia y la falta de sustentos filosóficos propios que, salvo muy contadas excepciones, los llevaron a carecer de una línea editorial fuerte -que no es lo mismo que el alineamiento político y la operación mediática- singular y, sobre todo, representativa de un objetivo claro.

Y si bien más adelante nos detendremos especialmente en este tema, ello no obsta para incluirlo desde ya entre uno de los grandes problemas nacionales: una sociedad sin medios independientes y formadores, capaces de no perder de vista los contenidos permanentes de la comunidad y preservarlos, actualizarlos y adecuarlos a la propia realidad para lograr insertarlos dentro de las tendencias mundiales (sociales, económicas, culturales, etc.) será siempre una sociedad insuficiente que terminará por cerrarse sobre sí misma, acentuar sus propias carencias y asumir para sí un mensaje de retroceso, de aislamiento y, por fin, de peligrosa autosuficiencia.

Y si a ello se agrega la urbanización de la comunicación como fenómeno propio de la globalidad –es en definitiva en las ciudades donde se encuentra un criterio más cosmopolita de la cultura y por ello los medios suelen detenerse con más énfasis en sus características, lenguajes y visiones de la realidad- es dable entender la crisis por la que atraviesa una sociedad que no ha logrado jamás hacer pie en su propio pasado y que por añadidura consume cotidianamente los mensajes de esa cultura urbana (tantas veces alejada de las verdaderas necesidades de un interior que concentra más de la mitad de la población total del país) que en su propia definición universal no conserva ni tan siquiera los resabios propios de sus características de núcleo emigrante desde el interior en las últimas décadas del siglo XIX.

Porque si algo caracteriza a los centros de poder real de la Argentina es la ausencia total de la propia identidad , supeditada siempre a las tendencias culturales de sociedades desarrolladas a las que, sin embargo, pretende denostar desde un discurso nacionalista al mismo tiempo que las remeda en los hechos.

Pero mientras esas sociedades –y sus liderazgos- pugnan por resolver los enigmas de la modernidad, la nuestra se queda a la espera de los resultados del debate y del tiempo de copiarlos.

Poco importa que resueltos tales enigmas el mundo moderno ya estará abocado a encontrar los caminos que lo ubiquen frente a nuevos desafíos.

La crisis de la modernidad comenzó en la ciudad. De esta manera lo privado y lo público se entremezclan y el horizonte simbólico de los espacios de comunicación se ha desplazado hacia el consumo familiar de las nuevas tecnologías de información en el ámbito doméstico.

Más que nunca, la ciudad sé esta volviendo una especie de piedra filosofal donde percibimos que se concentran, sintetizan y contradicen la mayoría de las razones que se afirman sobre una comunidad; esto es altamente negativo para las redes del intercambio cultural donde todos deberíamos participar en la configuración de un país que aspiramos a vivir en común.

La historia universal nos muestra a las grandes ciudades como motor del desarrollo cultural de los pueblos y nos enseña además el camino preferible para lograrlo: una sana división entre lo urbano y lo rural, entre los centros de producción y de administración es la vía de concreción para algunos aspectos comunes a la sociedad en todos los tiempos (preservación de su riqueza histórica, generación de focos culturales comunes, unificación funcional de sedes administrativas, espacio habitual del encuentro universal, etc.) y una vía irrenunciable para lograr una comunidad no tan sólo organizada sino, fundamentalmente, equilibrada.

Y en esto encontramos seguramente uno de los pocos puntos de optimismo hacia el futuro que la Argentina puede esgrimir de cara a una sociedad mundial que en el siglo XXI aún sigue pagando –y con pronóstico dramáticamente reservado- los precios de una mala organización en los albores de la revolución industrial que la llevó a rodear peligrosamente los centros urbanos de todos los efectos no deseados de aquella.

Ciencias elementales para la calidad de vida, vinculadas al sistema ecológico y a la salud pública, desconocían por entonces los riesgos de la contaminación ambiental y mucho menos la tensión que sobre valores económicos, culturales y aún políticos tendría sobre la humanidad el nuevo fenómenos del hacinamiento urbano. Tal es así que desde un primer momento de aquella nueva era, toda la concepción universal de las relaciones humanas comienza a cambiar, a complicarse y dar a luz uno de los más in entendibles resultados de la experiencia: a medida que crece el desarrollo de la técnica, disminuye la calidad de vida del ser humano.

Nuestro país se encuentra hoy en un grado de desarrollo comparativo con las sociedades avanzadas que le permite –de la mano de una ecuación territorio-población todavía insólita para los parámetros generales en todo el mundo- buscar puntos de equilibrio diferentes y planificar hacia el futuro mejores condiciones de vida de sus habitantes.

Claro que ello no puede esperar y para conseguirlo deberemos encarar sin demoras lo que, a nuestro juicio, supone la más seria y trascendente tarea a emprender: lograr un nuevo contrato social entre los argentinos que atienda, entre otros tantos temas, al desarrollo sustentable como vía irrenunciable de todo lo que se produzca, se comercie y se consuma en el país.

Porque si aceptamos la república y sus controles como continente y el respeto al medio ambiente como contenido, la mitad del camino habrá sido recorrido desde la virtud y será más difícil caer en los errores del pasado.