Por Adrián Freijo – Otras sociedades llegaron a sellar su pacto desde realidades muy distintas. ¿Porqué la nuestra podría lograrlo en medio de su peor crisis?.
Cuando una sociedad pierde su rumbo –ya sea por acumulación de errores propios o por la acción de elementos externos- sus integrantes deben, ante todo, resolver hacia dónde quieren ir para retomar la senda del crecimiento y el bienestar.
Sólo después de definido tal objetivo, la dirigencia –que más que nunca debe recordar aquella definición clásica que marca al estado como la sociedad jurídicamente organizada- propone y promueve los caminos para lograrlo.
Se da entonces la conjunción básica y necesaria para entender que estamos frente a un verdadero contrato social: pueblo + estado + objetivo común.
Vendrán luego los elementos que suponen la segunda fase operativa del contrato: el pueblo pondrá el esfuerzo y la confianza, el estado las medidas tendientes al logro del objetivo común, interpretando sin claudicaciones aquél mandato de los ciudadanos, y el objetivo común deberá ser permanentemente refrendado a partir de una educación pública que lo contenga y ratifique y una clara publicidad del estado que recuerde a la gente hacia donde se marcha y los pasos que se están dando en tal sentido.
Este camino, que parece en todo caso sencillo y primario, contiene sin embargo cada una de aquellas definiciones acerca de las cuales venimos trabajando desde el comienzo de ésta obra y que, en los hechos, encuentran su propia razón de ser.
Porque en cada uno de ellos podemos encontrar:
1- la filosofía política como sostén del acuerdo contractual; toda vez que necesariamente este recogerá lo que la sociedad entiende debe ser su forma de vida, sus criterios de organización social, sus prioridades de producción, educación, distribución y ubicación frente al mundo.
2- la concepción del estado como expresión organizada de la sociedad; lo que a su vez dará formas y límites concretos a la representación política.
3- Los objetivos a corto mediano y largo plazo; que permitirán a su vez monitorear no tan sólo los logros obtenidos sino la capacidad del estado (dirigencia) para interpretar y conducir cada una de las etapas. Esto último dará paso a la alternancia política, base fundamental de cualquier sistema democrático.
En ocasiones retomar el camino perdido no resulta tan complicado. Sociedades que han sufrido guerras, dominaciones externas o dictaduras sangrientas han logrado –en relativo poco tiempo- resultados extraordinarios en la reconstrucción de su contrato social con el sólo expediente de consensuar, desde su dirigencia, un contrato político que dejase algunos temas fundamentales fuera de la agenda de discusión.
En estos casos la sociedad puede detenerse tan sólo en el análisis de la capacidad de gestión, sabiendo de antemano que los objetivos comunes deberán ser respetados por todos los actores y permitiendo a su vez el más amplio debate democrático que, entre muchas otras virtudes, permite la convivencia de expresiones menores –muchas veces sostenedoras de principios ajenos al sistema común elegido- que no representan por tanto riesgo alguno ni para la vida institucional ni para la marcha del país.
Son, en todo caso, la contracara de un espejo en el que todos se miran cotidianamente para recordar quienes son y en que estado se encuentran.
Casi podríamos afirmar –sin entrar en un detalle innecesario a la inteligencia del lector- que estas expresiones anárquicas terminan casi siempre desapareciendo o expresando a través de la violencia organizada su impotencia para imponer lo que la sociedad rechaza en cada instancia en la que debe refrendar su compromiso con el objetivo común. Y, si bien peligrosos, estos experimentos rara vez logran el objetivo del poder y, mucho menos, dejan algún resabio cultural en la historia.
Otras sociedades, en cambio, han llegado a ese contrato social de la mano de su propia historia, sin elementos condicionantes como los descriptos en el punto anterior y con una naturalidad que no se ha visto amenazada a pesar de los momentos de crisis interna y externa.
Por tomar sólo dos ejemplos –que luego nos remitirán al caso argentino- citaremos en el primer caso a España y en posteriormente a los Estados Unidos.
Tras cuarenta años de dictadura franquista, con el resabio de una guerra civil que no solamente dio vida al régimen sino que jamás llegó a cerrar sus heridas, y con una sucesión del estado que había sido “atada y muy bien atada” por el Caudillo, España logró –desde un pacto político- una transición admirable que la depósito naturalmente en el camino del crecimiento y el bienestar.
Porque a pesar de que los regionalismos siguen teniendo una fuerza cada vez más arrolladora en la vida de la península, todos ellos se mantienen habitualmente dentro del sistema democrático y aceptan a España como la unidad indivisible dentro de la cual las diferencias pueden jugar libremente y las autonomías son un objetivo a lograr en el tiempo y pacíficamente.
Por ello un contrato político fue más que suficiente e igualmente exitoso.
Las tres circunstancias de su historia reciente (guerra interna, dictadura y aislamiento) ponían límites a cualquier aventura que pudiese intentarse desde posiciones recalcitrantes y hasta servían de línea divisoria a la vieja historia de las migraciones de la primera mitad del siglo que, de la mano de la miseria, habían partido en dos a la sociedad española.
Era claro que para evitar nuevas desgracias el acuerdo político debía ser respetado por todos y para eludir las consecuencias de la miseria debían rescatarse los avances económicos de la última etapa franquista, preservarlos y tomarlos como punto de partida de la nueva era.
La democracia era entonces el camino y el bienestar con libertad el objetivo.
En el caso de los Estados Unidos –obviando en éste análisis las eterna relacione de amor -odio que ha caracterizado la evaluación que una importante parte de nuestra sociedad hace del país del norte- las circunstancias han sido distintas aunque el resultado (en lo que tiene que ver con el progreso y el bienestar de su pueblo) puede considerarse igualmente exitoso.
Desde los albores de su propia creación la sociedad norteamericana aceptó entusiasmada algunas pautas básicas de convivencia.
La democracia como sistema de gobierno jamás estuvo en controversia y el bienestar económico fue para los primeros colonos un objetivo a lograr que se ha mantenido con la misma frescura, fuerza y naturalidad hasta nuestros días.
Inclusive una guerra civil larga, desgastante y de una inusual violencia, escondió en sus pliegues el objetivo de la integración para el desarrollo y la consolidación territorial que permitiese ampliar las fronteras del crecimiento económico echando mano a la riqueza del sur por la necesidad imperiosa de agregar la producción lanera a la incipiente industria textil que comenzaba a comerciar con Europa y a la no menos importante del té que se producía especialmente en las tierras de Virginia.
Había entonces una fuerte motivación comercial – prioritaria al interés común- que pudo disfrazarse de cuestión política –abolición de la esclavitud- porque esta última tenía también para el americano del norte el valor de un objetivo social irrenunciable.
Terminada la guerra ambas cuestiones (económica y política) se integraron con naturalidad al contrato social definitivo de una nación que sólo conocería desde entonces el progreso, el crecimiento y el desarrollo con bienestar.
Tenemos entonces dos casos diferentes de contrato social: uno –España- llega desde el trauma interno a un punto de acuerdo hacia el futuro; el otro –Estados Unidos- consigue ese acuerdo como continuación de una línea histórica asumida desde su propio origen.
¿Porqué la Argentina nunca lo ha logrado?. Las respuestas son múltiples y, aun a riesgo de simplificaciones siempre criticables desde el prejuicio ideológico- vamos a intentar ahora descifrarlas en nuestra próxima entrega.
Y buscar una respuesta que sea aplicable a este momento que vivimos…