Un país para todos (7): un principio para comenzar a acordar

Por Adrián FreijoNo todo es negativo ni limitante. La realidad del mundo y la aceptación de nuestro fracaso como sociedad muestran que tenemos los pilares para un pacto útil y realista.

 

La Argentina es un país en el cual la mayoría de sus habitantes no ha llegado a cerrar su propio círculo natural. Ello es debido a la falta de arraigo que caracteriza a nuestra población, producto de aquella mezcla de razas del inicio y a las grandes olas migratorias (internas y externas) que debió absorber posteriormente.

Son muy pocos los argentinos que pueden hoy mirar hacia atrás y medir sus propias raíces con un criterio secular no tan sólo en el tiempo sino –tal vez lo más importante- en el espacio que otorga invariablemente la pertenencia.

Y este fenómeno no afecta tan sólo al cuerpo social, lo que es notorio, sino que primariamente condiciona el grado de compromiso de cada ciudadano individualmente.

En medio siglo la población argentina se quintuplicó. De un millón ochocientos mil habitantes en 1870, se elevó a más de ocho millones doscientos cincuenta mil en 1915. En diez años (1905-1915) el crecimiento poblacional fue de 2.839.200 personas. Este crecimiento demográfico, aunque en parte fue natural, también se debió a la inmigración europea.

En esos años, el crecimiento vegetativo fue de alrededor del 57%, mientras que el aporte inmigratorio promedio el 43%. Entre 1905 y 1915, el crecimiento inmigratorio fue de 1.522.400 habitantes. Paralelamente, la tasa de mortalidad descendió de casi el 32% en 1870 a menos del 20% en 1915.

Del mismo modo, la esperanza de vida al nacer aumentó de 32 a 40 años entre el Primer Censo Nacional de 1869 y el Tercero de 1914.

De 1869 a 1914, aproximadamente el 40% de la población argentina no tenía más de 14 años. Para el mismo período, el índice de masculinidad se elevó de 105 a 118 varones por cada 100 mujeres. Este dato refleja la influencia de la inmigración principalmente de hombres solos.

Entre el primer y el tercer Censo Nacional se registraron cambios en la redistribución de la población en el país. Los habitantes del Litoral que en 1869 apenas superaban el 40 por ciento de la población total, en 1914 eran más del 64%. En cambio, el porcentaje de población total del país representado por el Centro y Noroeste, al estallar la Guerra del 14 al 18, se había reducido a poco más de la mitad.

La rápida urbanización es el rasgo saliente de la distribución de la población durante los tres primeros censos. La población de las ciudades que en 1869 representaba menos del 29 % de la población total, en 1914 concentraba casi al 53%.

Alrededor de 40 millones de personas abandonaron Europa entre 1780 y 1930. De ellos, la Argentina recibió al 12 % entre 1871 y 1915. Hasta 1860 fueron los británicos y los alemanes los principales inmigrantes europeos. En la segunda mitad del siglo XIX, en cambio, se trató especialmente de italianos, españoles y eslavos.

Entre 1871 y 1912, el saldo migratorio en la Argentina -diferencia entre ingreso y egreso de personas- se elevó a 2.852.400 personas. Solamente entre 1906 y 1914 el saldo inmigratorio fue de 991.600 personas. Casi el 80% de los inmigrantes eran italianos y españoles procedentes en su mayoría de áreas rurales.

La Capital Federal retuvo un tercio de todos los inmigrantes radicados en el país. Le siguió la provincia de Buenos Aires y el Litoral, cuyo desarrollo agrícola ganadero recibió mayor impulso por la expansión del ferrocarril y la instalación de puertos.

Gran parte de estos inmigrantes buscaban trabajo en la construcción y el comercio. Los italianos se establecieron mayoritariamente en la Boca, mientras que los españoles prefirieron Concepción, Monserrat, San Nicolás y el barrio Sur. Los judíos se concentraron en Balvanera Norte cerca del Once y los sirio libaneses en las proximidades de Retiro.

¿Qué podía esperarse de esta explosión y esta diversidad? ; ¿ una unidad social? ; ¿un compromiso profundo con la nueva realidad? ; ¿una nueva cultura común?. Ciertamente imposible.

Los nuevos argentinos mantendrían durante décadas –muchos de ellos hasta su muerte- las costumbres y perfiles de sus tierras de origen, dando a su vez cabida a una desaparición paulatina de la cultura criolla, de por sí frágil e incipiente como para intentar siquiera penetrar en tales arraigos.

No es menos cierto que tampoco existieron políticas nacionales responsables dirigidas a orientar a estas olas migratorias hacia un interés común, prefiriendo extraer de ella la capacidad de trabajo que las convertían en el instrumento propicio para lo que la burguesía urbana consideraba ya el único objetivo del desarrollo nacional: el bienestar económico.

¿Podía intentarse algo distinto? ; ¿era posible convertir a toda esa masa amorfa de inmigrantes de aquí y del mundo en una sociedad organizada con un objetivo común?. La respuesta, una vez más, la encontramos en la comparación con sociedades que también –aún con diferencias de origen- fueron hijas de la colonización y recibieron a lo largo del tiempo intensas olas migratorias externas.

A fines del siglo XIX, tantos emigrantes llegaban a Estados Unidos, que Washington estableció una oficina especial de entrada en Ellis Island, en el puerto de Nueva York.

Entre 1892, cuando se inauguró, y 1954, cuando se clausuró, Ellis Island fue la puerta de entrada a Estados Unidos para 12 millones de personas.

Pero durante los años de fuerte inmigración los Estados Unidos fueron capaces de hacer algo que nosotros no logramos: la construcción de una comunidad nucleada en torno a un conjunto de valores comunes.

La gran diferencia que puede marcarse con la sociedad del norte radica en que la democracia americana ha sido siempre muy fuerte en la imposición del cumplimiento de las leyes (libertad responsable) mientras que en Argentina casi puede afirmarse que hacerlo ha quedado al libre albedrío de cada habitante (libertinaje cívico).

No es exagerado entonces atribuirle (a las leyes) gran parte del éxito que obtiene en América el gobierno de la democracia.

Así también la ubicación geográfica fue para los argentinos la piedra angular de un futuro seguro y promisorio. Generaciones enteras dejaron pasar las oportunidades que el mundo nos daba, convencidas que la riqueza inagotable de esta tierra era garantía suficiente de la perpetuidad del bienestar.

Y en torno a este enunciado –tan equivocado como irreverente- fue creciendo una cultura del dispendio y de la falta de esfuerzo. Ni que decir, en definitiva, una paralela falta de inteligencia para observar los fenómenos que se sucedían a nuestro alrededor.

Hoy, con la producción nacional menguada en el escenario internacional y muy lejos de toda posibilidad de competencia cuantitativa en el comercio mundial o en la participación en la formación de precios y mercados, la realidad nos puede empujar a un baño de lucidez que ponga al nuevo pacto pautas realistas, objetivos moderados y estrategias posibles.

Ya no somos «el granero del mundo» pero podemos ser una sociedad autosuficiente en los tres temas que la humanidad debe resolver en este siglo XXI: alimentos, energía y agua potable.

¿Cuál sería el contrato social en la materia?: desarrollo dentro de una economía sustentable para la que mantenemos intactas todas las condiciones.

Lo que no es poco para comenzar a acordar…

El concepto de nación tiene varias dimensiones: una relacionada con las bases culturales comunes dadas por la historia compartida; otra que implica un sentimiento de conciencia colectiva y que funciona como mecanismo integrador en una comunidad política determinada; y por último, una noción de territorio entendido como límite exterior, delimitación simbólica y apropiación institucional del espacio interior.

Si la sociedad no sabe interpretar estas dimensiones en su verdadero orden, y si no comprende la necesidad de respetar el cauce natural de su desarrollo, probablemente cometerá el error del que nosotros no supimos abstraernos: terminará creyendo que con sólo una de ellas o con la elección antojadiza de cualquiera en desmedro de las otras es suficiente para cerrar el círculo natural de la madurez común. Y el fracaso estará asegurado.

Estas dimensiones, trasladadas al campo de las ideas, sufrieron además las limitaciones de la valoración que hacían las élites de las bases sociales -primero nativas, luego criollas y por fin habitantes de los suburbios urbanos- para aceptarlas como protagonistas de la nación proyectada.

La generación obligada al exilio durante la dictadura de Rosas (1835-1852) diagramó durante más de dos décadas un” consenso intelectual” sobre lo que debería ser la Argentina del futuro, y cuando logró acceder al poder político, siguió con notable fidelidad su proyecto.

Esto se mantuvo inalterable hasta la presidencia de Julio Argentino Roca (1880-1904) momento en el que comienza a declinar aquella generación brillante –aunque ciertamente condicionada por formación y prejuicios- abandonando el sentido creativo y revolucionario del pensamiento liberal en su estado más puro para, maravillada por su propia obra, entregarse en manos de un conservadorismo que terminaría por colapsar a mediados de siglo.

Lo cierto es la simplificación de la historia en una cultura urbana –con las consecuencias institucionales que analizaremos más adelante- sirvió de disparador de una costumbre que también marca la diferencia con la sociedad americana: el ordenamiento legal argentino, hijo de aquellos hombres brillantes del 80, no interpretaba entonces, ni lo hizo después, la realidad profunda del país. Con la que al ser utilizado en muchas ocasiones para la persecución política, terminó siendo despreciado por vastos sectores populares que veían en él y en quienes lo aplicaban a un verdadero enemigo cuya presencia debía ser evitada.

Y con una burguesía convencida de la suficiencia territorial como camino al desarrollo y una clase proletaria reacia a sentirse interpretada por aquella y sus leyes, la tercera de las patas que sostienen el sistema de vida americano también marcó su ausencia: las costumbres de la sociedad argentina no fueron comunes a todos los habitantes. Y ello generó decenas de estilos de vida diferentes que terminaron, a su vez, por no ser ninguno en particular.

Entretanto, Argentina había logrado una poderosa vinculación al mercado mundial. La exportación de cereales –comenzada en la década del ‘70- originó un importante incremento de la balanza comercial que en 1880 representaba 104 millones de pesos, y en 1910, alcanzaba los 714 millones.

A ello se sumaba la afluencia de préstamos provenientes del extranjero destinados a la construcción de obras públicas. En 1895, Argentina contaba con 23.000 establecimientos fabriles, aunque el 80% de la industria y el comercio no estaba en manos de capitales nacionales.

Semejante bonanza económica atentó contra la posibilidad de un desarrollo cultural distinto; era imposible convencer a cualquier argentino que el camino tomado podía ser coyunturalmente feliz pero, en el tiempo, ataba el destino nacional a los avatares del comercio mundial.

Y como parte indisoluble de este proyecto de país la educación pública laica se extendió considerablemente. Roca decretó la publicación de las obras de Alberdi y de la Historia de San Martín y -escrita por Mitre-, para comenzar a construir una bibliografía común que incluyera a los inmigrantes.

Y es en la búsqueda de ese objetivo que se incurre en una más de las claudicaciones culturales que jalonan la vida argentina: la historia común desconoce -y a veces denigra- una realidad profunda del interior del país que, si bien por aquellos años parecía irremediablemente sepultada tras Caseros y Pavón, reaparecería agazapada algunas décadas después con el advenimiento del peronismo.

En la realidad política y económica, el país había supuestamente avanzado hacia el federalismo, impulsado originalmente por los caudillos provinciales y su razón natural que no era otra que el aislamiento de las poblaciones en un gran espacio territorial.

En otras épocas esos caudillos, especialmente Artigas, habían visto las posibilidades de una federación, pero su propia forma de relacionarse con la gente, y con su pueblo, acabó con su intención de lograr una convivencia federal, basada en normas de poderes compartidos.

Por su parte la actitud centralista de Buenos Aires había saboteado toda federación que no fuera unitaria y bajo su dirección.

Esta actitud, que Rosas llevó caprichosamente hasta sus últimos extremos, Pavón la consolidó formalmente. Y es a partir de entonces que la Argentina esquizofrénica abandona para siempre todo intento cierto de construir aquello de lo que sin embargo en los años siguientes se escribiría y hablaría hasta la saturación: el ser nacional.

La hipótesis sobre la que trabajaremos puntualmente a continuación prefiere `poner por delante al ser racional, que pueda interpretar la historia que –desordenadamente- hemos tratado de simplificar en esta primera parte para, a partir de ella y seriamente, sea posible la construcción de un nuevo contrato social entre los argentinos.

Desafío que deberá ser ineludiblemente tomado por las presentes generaciones haciendo abstracción de sus propios fracasos, inseguridades y fallas formativas.

Porque así como decíamos que las olas inmigratorias del pasado habían dado como resultado individuos que no cerraron su círculo natural, la Argentina de hoy –expulsora de sus jóvenes, profesionales y trabajadores calificados- corre el riesgo de enfrentar consecuencias similares aunque de un sentido diferente: nuestros padres venían de hogares con un pasado abandónico, nuestros hijos marchan hacia un futuro semejante.