Un verdadero caos que define el presente de todos

Por Adrián FreijoUna mañana de furia. Automovilistas y comerciantes maldiciendo su suerte y centenares de personas marchando, cortando el tránsito y violando normas sanitarias. Es lo que hay.

La sociedad está crispada. Tanto que no es exagerado pensar que se acerca peligrosamente a su límite.

Todo se complica y la sensación de país estrellado ya es imposible de ocultar. La economía cae, la pandemia avanza, la dirigencia no dirige y los dirigidos no acatan lo que se dispone desde el poder.

El país acostumbrado a trabajar en negro ahora vive en negro. Por izquierda, sin respetar las leyes…sin voluntad de asociarse.

Tantas décadas de hablar tan solo de nuestros derechos terminó por convertirlos en una expresión del individualismo y también licuó definitivamente la noción de nuestras obligaciones. Cada uno de nosotros imagina una país a su medida, una ciudad a su antojo, una convivencia bajo sus propias reglas.

Mar del Plata es el paradigma de ese estado de cosas.

Partida al medio entre la ciudad turística de antaño y este conurbano que se extiende hoy como una mancha de aceite, convive con los bellos paisajes, sus sueños de una grandeza que se fue y esta miseria social que hoy la arrasa y la califica. Entre la mesa glamorosa de Mirtha Legrand y las ollas populares en los barrios se ha construido una barrera difusa que nadie quiere ver pero ya tampoco se anima a negar.

Y esa ciudad marginal, tomada por la abulia de quienes son pobres y saben que lo seguirán siendo por siempre, camina, marcha, reclama sin saber muy bien lo que está pidiendo. O sabiendo que solo quedará en eso…en un pedido.

Madres, hijos que deberían estar estudiando o jugando pero sin embargo pasan sus horas infantiles en una protesta, desfachatados «custodios» que los mantienen en corralitos cercados con palos y amenazantes militantes del piqueterismo más profesionalizado, consignas en defensa de modelos políticos que por absurdos e impracticables ni siquiera sus líderes se preocupan en explicar. Nadie sabe muy bien para que está allí pero tal vez suponga que mostrando su miseria alguien va a hacerse cargo de ella.

Y enfrente los otros. La sociedad «mostrable», la que se enoja por las calles cortadas, por esos «negros de m…» que le interrumpen el paso. La que también sufre para llegar a fin de mes, se ha quedado sin expectativas pero, por algún designio que nada tiene que ver con aciertos de los que la gobiernan, aún no se ha caído al abismo de la desocupación.

Por momentos no logra entenderse si toda esa furia y desprecio que descarga contra los marchantes es enojo verdadero o solo intenta exorcizar el temor de encontrarse, no dentro de mucho tiempo, en el mismo sitio que hoy ellos ocupan.

Unos y otros están insatisfechos, temen, necesitan…no encuentran.

Lejos de allí los que deciden siguen jugando sus juegos de poder, especulando sobre la angustia ajena y esperando con tranquilidad que el dinero del estado se deslice en sus bolsillos más allá de la eficiencia o fracaso de sus gestiones. Ellos no marchan ni son interrumpidos en su camino; solo visitan cada treinta días la caja, cada vez más exigua, que aún logra proveer el esfuerzo de los cada vez menos argentinos que trabajan y que producen.

Es imposible sostener una sociedad partida en la que muchos piden, algunos manotean y cada vez menos generan riqueza. Es imposible…

Y créame… el tiempo se está agotando al mismo ritmo acelerado que la paciencia.