Escribe Adrián Freijo – Partida al medio, enfrentada y con ansias revanchistas, la sociedad argentina muestra una vez más síntomas de una recurrente enfermedad que la vuelve disociada.
Cuando la mitad de una sociedad se queja por lo que considera privilegios y atropellos de la otra mitad y, cuando está en sus manos decidir un nuevo camino, se limita a imitar y justificar comportamientos similares, esa sociedad está muy enferma.
Y mucho de eso nos pasa a los argentinos por estas horas y es bueno que alguien se atreva a decirlo…aunque las dos mitades le salten al cuello como vampiros hambrientos.
Durante doce años millones de argentinos se quejaron del autoritarismo kirchnerista, del uso abusivo de los decretos como forma de gobernar y del desprecio por las instituciones. Y exigía a los gritos respeto a la Constitución, su espíritu y sus normas.
Los lectores que han seguido estas notas saben de la insistencia que hemos tenido en remarcar la diferencia entre legitimidad y legalidad. Las veces que hemos citado al maestro Montesquieu para explicar, como lo hiciese él en «El Espíritu de las Leyes» su obra cumbre. que en ocasiones hay decisiones de los gobernantes que son legales -están amparadas por la letra escrita de una norma- pero bien pueden no ser legítimas.
La legitimidad es aquello que la ley pretende, aunque muchas veces su redacción -engorrosa o incompleta- pueda llevar su interpretación por otros caminos y hasta desvirtuar el espíritu que movió al legislador a crearla.
Solo las sociedades aferradas a su Constitución y que sienten como natural el respetar las leyes que reglamentan su ejercicio -por eso no pueden ser tomadas aisladas, sin integrarlas al espíritu de la misma- estarán a salvo de estas manipulaciones que siempre serán detestables aunque la intención del gobernante no lo sean.
Por eso la decisión del presidente Macri de nombrar por decreto a dos jueces de la Corte es a nuestro entender repudiable. Y no importa la calidad moral y jurídica de los designados, lo que a todas luces está fuera de cualquier controversia, sino la utilización de un artículo 99 de la Constitución que a todas luces dice en su espíritu otra cosa.
En efecto sostiene en su inciso 19 que el titular del Ejecutivo «Puede llenar las vacantes de los empleos, que requieran el acuerdo del Senado, y que ocurran durante su receso, por medio de nombramientos en comisión que expirarán al fin de la próxima Legislatura».
Esta facultad tiene su límite fijado taxativamente en su propio texto, ya que los jueces de la Corte no son ocupantes de «los empleos» a los que hace referencia el artículo -y que serían embajadores, ascensos militares etc- sino que son cabeza de otro poder del estado y por tanto quedan fuera de esa calificación.
El inciso 4 del mismo artículo marca con claridad el espíritu que la Convención Constituyente pretendió para la constitución de la Corte, cuando dice que el presidente «Nombra los magistrados de la Corte Suprema con acuerdo del Senado por dos tercios de sus miembros presentes, en sesión pública, convocada al efecto», lo que plantea con claridad que el primer mandatario debe hacer las propuestas durante el tiempo de sesiones ordinarias.
La explicación de que esto se hace por la urgencia en conformar la Corte por el riesgo institucional que supone el hecho de que sean solo tres los miembros, cae por su propio peso cuando estamos a dos semanas de una feria judicial y no existe tema alguno que amerite esa urgencia declamada. Un buen pretexto, pero un mal sustento.
Macri está buscando construir gobernabilidad desde una posición de debilidad extrema en materia parlamentaria. Y la decisión ahora cuestionada marcha en ese camino. No mucho más que eso.
Ello es tan obvio como que si semejante decisión la hubiese tomado Cristina los mismos argentinos que se enfurecen ante la crítica por el mecanismo elegido por el presidente hubiesen dirigido su furia contra la ex mandataria.
Y quienes ahora levantan ahora airadas voces contra Macri, hubiesen hablado de una mandataria que se jugaba por «el modelo y por la patria».
Y eso es lo grave; un país en el que una mitad siempre se quiere llevar por delante a la otra mitad. Y justifica todo en su intento.
Mientras tanto, seguimos esperando al tribuno que esté dispuesto a pagar todos los precios necesarios pero no violar «ni ebrio ni dormido» (al sano decir de Mariano Moreno) el espíritu de la Constitución.
Aunque la letra, siempre perfectible, se lo permita.