Los argentinos nos hemos acostumbrado a la anormalidad. En la economía, en la polític, en la seguridad, en el trabajo, en la vida. Y ya no podemos juzgar con otra lógica que no sea la precariedad.
Alguna vez tendremos que elegir el esfuerzo de volver a la normalidad y abandonar para siempre esta emergencia permanente en la que hemos vivido por décadas.
Casi cuatro décadas han pasado desde aquel tiempo en el que habíamos incorporado los golpes militares como parte de la lógica política nacional y a nadie extrañaba que, apenas amanecido el descontento popular por la aparición de cualquier dificultad, la llegada de algún general iluminado sirviese para renovar la esperanza. Esa sociedad acostumbrada desde 1930 al ruido de los tanques no llegaba a comprender el suicidio colectivo que representaba no respetar la Constitución y los tiempos y mecanismos que aquella imponía.
Y es que desde los albores de la patria la fuerza siempre tuvo más peso que la razón. Y aunque nos cueste aceptarlo fue el mismo José de San Martín quien, junto con su por entonces compañero y amigo Carlos de Alvear, quien encabezó la primera asonada contra un gobierno legalmente constituído en la historia de nuestro país.
Ambos encabezaron una sublevación contra el mismo Gobierno que había aceptado sus servicios: el Primer Triunvirato, el 8 de octubre de 1812 cuando las unidades que mandaban amanecieron en la plaza de la Victoria y elevaron al Cabildo un petitorio firmado por más de cuatrocientos vecinos notables, donde buscaban reasumir la autoridad delegada por el pueblo el 22 de mayo de 1810, cesar al Gobierno en sus funciones y crear un nuevo Poder Ejecutivo provisorio. Lo consiguieron y ellos mismos designaron a Juan José Paso, Nicolás Rodríguez Peña y Antonio Álvarez Jonte en lo que se conoció como el Segundo Triunvirato.
Y hasta aquel primer golpe formal del general pro fascista José Félix Uriburu, quien desalojó del gobierno al presidente constitucional Hipólito Yrigoyen, fueron muchos los ejemplos del facto como forma de instauración institucional en la Argentina. Rosas, Urquiza, la secesión de Buenos Aires desconociendo la carta magna de 1853 hasta el año 60 y más acá en el tiempo el fraude patriótico que respaldó al orden conservador, marcaron hitos de una nación que progresaba económicamente, extendía su influencia regional…pero no prestaba atención a su calidad institucional.
No hay que ser demasiado perspicaz para concluir que siempre hemos vivido en emergencia y que durante toda nuestra vida como nación independiente hemos encontrado un culpable y un pretexto para apartarnos de la norma e instalar el estado de excepción.
Y esa anormalidad pronto alcanzó a la economía, siempre sujeta al capricho del gobierno de turno hasta el punto de naturalizar el incumplimiento de los contratos, la educación, sometida a las interpretaciones capciosas de los hechos que así fueron transmitidos de generación en generación, la propiedad privada, avasallada tantas veces y siempre en el borde mismo de la extinción frente a modelos populistas que la amenazan y estigmatizan olvidando que sigue siendo la base del progreso humano y la justicia, de cuya claudicación moral y fragilidad normativa consideramos ocioso cualquier agregado.
Todo en la Argentina vive sometido a constante controversia…
Así nos convertimos en un país impredecible, que priva a sus ciudadanos de la posibilidad de construir cualquier futuro más allá del corto plazo y al mundo de cualquier chance de confiar en nosotros como un aliado en el que pueda depositarse una esperanza y la búsqueda de un camino común.
Vivimos en emergencia y lo más triste es que creemos que eso es la normalidad. ¿Cuánto más deberemos caer para comprender el valor del respeto a las leyes, las convenciones y las normas de una convivencia basada en un modelo democrático, ético y republicano?.
¿O es que ya es tarde para ello?…