Por Adrián Freijo – Unos lo miran desde su propia simpatía política, otros desde una biblioteca jurídica grotesca y dividida, pocos toman nota de que hoy quedó en evidencia la muerte de la república.
El fallo de la justicia porteña ordenando la reapertura de las escuelas disparó, una vez más, la grosera e insustancial artillería de la grieta que sin fundamento ni reflexión se limita a descalificar todo lo que viene «del otro lado». Esa aburrida y mediocre pátina que cubre la realidad argentina y que tan solo ha servido para que unos culpen a otros de una decadencia que destruye a todos.
Es tanto el odio, tan extendida la incultura y tan incorporada la mediocridad de la sociedad argentina -incluidos políticos, periodistas. abogados y juristas, empresarios y sindicalistas y, al fin, ciudadanos de a pie- que resulta imposible pretender que alguno de todos sus exponentes entienda la gravedad de lo que ha pasado en las últimas horas en el país: la muerte de la república quedó al descubierto y el putrefacto olor de su cadáver invade todo como una mancha extendida sobre la conciencia de los argentinos.
Porque la república se compone de tres poderes, y todos ellos han ido muriendo de a poco en un país en el que semejante magnicidio se llevó a cabo en muchos casos por los arteros golpes de los enemigos de cada uno de ellos pero en otros casos por propia mano.
La cuestión del cierre de las escuelas nos muestra un Poder Ejecutivo sin la mínima sabiduría para explicar sus decisiones más allá del pre democrático «yo he decidido» que el presidente Alberto Fernández utilizó para comunicar su medida. Una actitud majestática que pretende mostrar fortaleza a sabiendas de la creciente debilidad de una palabra cuestionada por una sociedad que no lo observa como un verdadero mandatario y encuentra en su pasado no muy lejano miles de ejemplos de la mayor incoherencia moral y conceptual que se recuerde en la historia.
Alberto demolió la autoridad presidencial y hoy todos saben que la misma ya no está asentada en Balcarce 50 sino en otro despacho a no muchas cuadras de allí. Y si alguna vez tuvo la oportunidad de cambiar esa convicción común ya, lamentablemente, la ha perdido para siempre. Ni sus berrinches con el Jefe de Gobierno porteño ni sus amenazas y estentóreas afirmaciones de autoridad sirven ya para otra cosa que no sea aislarlo más de la sociedad que lo eligió para otra cosa…
El Poder Legislativo, desde el retorno mismo de la democracia el más cuestionado por la ciudadanía, ha perdido al fin lo poco de credibilidad que le quedaba.
Fueron sus integrantes, en todos los últimos períodos de gobierno en el país, los que avalaron el disparate contrario al espíritu de la Constitución Nacional que son los Decretos de Necesidad y Urgencia.
Ese instrumento excepcional que, hasta Carlos Menem, solo se había utilizado en siete ocasiones en el país desde 1853 y que hoy ya lleva miles de nuevas versiones. Aún sabiendo que su dictado arrasa las funciones del congreso -y que por ello su carácter excepcional- avalaron sistemáticamente el abuso que de él hicieron los mandatarios y terminaron delegando en el Ejecutivo las incumbencias propias del Legislativo.
El Ejecutivo los dictó, el Congreso los convalidó y la justicia los declaró constitucionales, aún cuando iban en sentido contrario a otros anteriores a los que también había reputado como tales. La república convertida en caricatura por los tres poderes que juraron defenderla…
Por eso la gente ya no cree en su parlamento y presiente, además, que no lo necesita…
Y el Poder Judicial, exasperantemente lento y a espaldas de la sociedad, encuentra ahora a su pirámide constitucional que es la Corte Suprema de Justicia en una posición lindera con el ausentismo, enfrascada en sus grotescas internas y ausente de las urgencias que las más delicadas cuestiones sociales le reclaman. Y ni siquiera puede contener a los tribunales inferiores para que no adelanten fallos en cuestiones que ya están en tratamiento del máximo tribunal.
Tres poderes destruidos, tres poderes descalificados, tres poderes que ya no pueden dar respuesta a una ciudadanía que, además, no se las pide. Hace mucho que dejó de esperar de ellos algo que le sirva.
Y los ciudadanos, organizados o espontáneos, tomando la realidad en sus manos, avanzando, protestando y exigiendo respuestas que si no llegan desde lo institucional comenzarán a aparecer anárquicamente. Como ya ocurrió en 2001, aunque esta vez la gente sabe que no puede distraerse si de cambiar estructuras y dirigentes se trata…
Seguirán llenándose las redes sociales de fanatismos que creen que el insulto o la descalificación tienen algo que ver con la razón; los medios continuarán creyendo que la subjetividad puede disfrazarse de información y pretenderán que pueden seguir engañando a la gente; los funcionarios de los tres poderes del estado podrán seguir actuando engoladamente una importancia que ya nadie les otorga y, en definitiva, el estallido final que arrase con esta ficción democrática y de paso a un nuevo estado en el que la ley, la libertad y el premio al esfuerzo sean la nueva política de la argentina puede tardar más o menos tiempo, pero la república de los mentirosos, de la ficción y de las complicidades ha quedado expuesta como un cadáver insepulto que estaba ahí aunque no quisiésemos verlo.
Y la gran esperanza radica en que ha sido la educación la que lo puso en evidencia…