AMIA: una herida que sigue abierta en toda la sociedad argentina

RedacciónSi a alguien le cupiesen dudas acerca de que aquella mañana de hace 24 años fue toda la sociedad la agredida, la falta de justicia y el encubrimiento son muestra cabal del daño recibido.

No fueron pocos los que durante años prefirieron cerrar los ojos y pensar que la bomba «se la pusieron a los judíos». Era una forma, una más, de ocultar la realidad de un país sin control en sus fronteras, sin una política exterior constante y definida, sin una justicia capaz de investigar, probar y sancionar y sin una clase política seria, comprometida con la realidad y con una mirada que vaya más allá de sus propias narices y poco claros intereses.

Limitar el atentado a una comunidad era entonces la forma más directa de seguir flotando en la decadencia institucional y evitar darse de bruces con la mediocridad, la corrupción y la improvisación como norte y como guía.

Veinticuatro años después, sin que se haya dado un solo paso adelante en la persecución judicial de los responsables, con dos presidentes constitucionales procesados por encubrimiento y con la triste imagen de «la silla vacía» que todos los mandatarios debieron dejar tarde o temprano en el instante de la recordación, ya nadie puede tapar el sol con las manos: la bomba de la AMIA estalló en el corazón de una Argentina desmantelada que fue, es y será terreno fértil para cualquiera que busque atentar contra ella y tener la impunidad como respuesta.

Una Argentina en la que los saqueadores nunca fueron presos, una Argentina llena de «perejiles» en las celdas, a la espera de prescripciones, nulidades y cualquier otro subterfugio legal que les asegure un corto tiempo de detención a cambio de latrocinios millonarios que abonaron la creciente pobreza social, una Argentina de punteros perseguidos y narcotraficantes mezclados con sus cómplices del poder político. Una Argentina en la que las cámaras parlamentarias se convirtieron poco a poco en aguantadero de procesados que encontraron en fueros virreinales la manera más elegante de eludir sus condenas.

Y así, poco a poco, la AMIA y sus muertos se fueron convirtiendo en tibios discursos vacíos, negocios del «tome y daca», reclamos  a una justicia prostibularia que irá cambiando de postura y de color cuantas veces haga falta para no comprometerse o malenquistarse con el poder de turno. Y nada más…porque todos se sienten cómodos en esta ficción.

Lejos quedó aquel espíritu fundador de la democracia naciente, capaz de sentar en el banquillo de los acusados a los responsables de la violencia asesina que se adueñó del país con la misma furia que hoy lo hacen la droga y la marginalidad criminal. Porque no debe olvidarse que a las condenas del juicio a las juntas militares le siguieron la prisión de José López Rega, la de Firmenich y los suyos y, más acá en el tiempo, las de los responsables del criminal ataque en La Tablada.

Después, poco a poco, indultos, leyes limitatorias, condonaciones de penas...impunidad.

¿Cómo podemos esperar justicia por la AMIA si no podemos impartirla para la historia contemporánea de nuestro país?, ¿cómo pretendemos lograrla en una república tironeada por ideologismos, persecuciones y olvidos?. ¿Podemos ignorar entonces que aquella trágica mañana fue una puñalada al corazón de todos nosotros?.

Mientras sigamos pretendiendo que fue contra los judíos, o que la violencia de los setenta era «entre militares y terroristas», o que la democracia fracasa tan solo por culpa de «ellos», nada cambiará de esta realidad decadente que marcha distraída hacia la extinción final.

Agobiada por la pobreza, traspasada por la droga, expoliada por la corrupción, movilizada desde la demagogia…y ahogada en su propia soberbia.

Una sociedad que nunca ve, nunca entiende y nunca reacciona. Casi como si estuviese irremediablemente aplastada por los escombros de su propia historia.