Brigitte Bardot, Ícono cinematográfico del siglo XX cumple 80 años con una nueva vida

Ya no mueve su cuerpo a pura sensualidad sino que se la ve huyendo rápidamente hacia su auto, luego de la etapa de rehabilitación, mientras escapa con premura de la exigencia periodística de los paparazzis

Cuatro décadas adelante, la rubia ya no es tal y el abundante cabello trasluce revoltoso y desprolijo, en tanto, se sospecha –de acuerdo a su rostro– que nunca pasó por un quirófano para detener el paso del tiempo. Habla y mucho, lejos de los años en que visitaba con frecuencia el paraíso de Saint Tropez y que un lugar desconocido como Buzios fuera descubierto por su sola presencia. Pero jamás refiere a su actividad cinematográfica de ayer: ahora profiere largos discursos sobre el maltrato a los animales mientras dispara proclamas en contra del islamismo y a favor de la ultraderecha de su país, desde una postura ideológica donde no pueden ocultarse su mirada xenofóbica y homofóbica del mundo.

Ese cuerpo, esa celebridad, ese ícono del siglo XX, hoy cumple 80 años. En su documentación dice Brigitte Ann-Marie Bardot, nacida aquel 28 de septiembre en París, pero pronto será Brigitte Bardot o, simplemente BB, la joven actriz que mejoró el producto bruto interno de su país con las ganancias provenientes de sus películas. Sus interminables piernas tienen una responsable: su madre, diseñadora de modas, que exige a ese cuerpo aún adolescente inscribiéndolo en el Conservatorio de Arte Dramático y en maratónicas clases de danza. A los 15 ya aparece en portadas de la revista Elle, convirtiéndose en un extraño objeto de deseo de la época, motivo que llama la atención de algunos cineastas que la ubican en pequeños papeles donde se destaca su rostro y su largo cabello, aun no totalmente rubio. Conocer a Roger Vadim, un casi anónimo asistente de dirección hasta el momento, marcaría un antes y un después en la futura carrera de BB (ver recuadro). Otros roles sin interés dejan lugar a Y dios creó a la mujer, opera prima de Vadim, el primero de sus cuatro esposos desde 1952. Desde ahí la doble B se impone junto al director y su joven estrella, con el festival de Cannes como lanzamiento de un film menor, sólo atendible por puntuales escenas pletóricas de sensualidad y de inquietante sexualidad a cargo de una intérprete que sale a devorarse al mundo.

Y lo consigue, más allá de la calidad de los films. Si muchos espectadores se enamoran y la desean, otros condenan su figura, prohibiendo sus películas iniciales debido a que el demonio parecería que metió la cola y creó a semejante mujer. Más exigente es el lugar que ocupa en La verdad (1960), en una actuación que complace al rigor de la crítica. Vadim la dirige en otros dos títulos (El reposo del guerrero; A rienda suelta) y el afamado Louis Malle, saliendo de su Ascensor para el cadalso, la convoca para Una vida privada (1963). A esta altura, da la impresión que BB se transformará en la musa tardía de la Nouvelle Vague, más aun cuando Jean-Luc Godard le concede un rol de excelencia: la Camille Jarval de El desprecio (1964), libre adaptación del texto de Alberto Moravia, donde el director construye el supuesto rodaje de una versión de la Odisea. Neptuno y Hércules disputándose a la diosa del Olimpo, a una mujer vestida de rojo, pero que también es registrada desnuda en la recordada escena del comienzo del film.

Separada de Vadim, BB ya tenía un hijo con su segundo esposo, el actor Jacques Charrier. Había pasado su intento de suicidio, tal vez por el miedo a su posterior maternidad, en tanto sus películas le dejan las puertas abiertas a Hollywood. Pero BB se niega y continúa embarcada en otros proyectos comerciales como el de ¡Viva María! (1965), donde comparte cartel con la gran Jeanne Moreau, en un simpático western de mujeres. Su vida privada se ve alterada por una nueva separación y por romances con afamados músicos y compositores. La segunda mitad de los años 60 la muestran inestable en su actividad como actriz pero feliz recorriendo el mundo, sólo por diversión y placer, con algún amante de corta vida y, más tarde, junto el millonario alemán Gunther Sachs. Un destino a descubrir será Buzios, donde se erige una estatua a su nombre. Entre paseo y paseo, graba varios discos con su cálida voz, mientras es requerida para el rol de la mujer castigada por Alain Delon en el episodio William Wilson, adaptación de un cuento de Poe en el emprendimiento colectivo de Historias extraordinarias (1967). Su único trabajo en Hollywood es el del western Shalako (1968), junto a Sean Connery, que resulta un rotundo fracaso económico. Por entonces, ya colmada de ira por la caza de focas, emprende sus primeras críticas a Sophia Loren y Raquel Welch, fanáticas en eso de llevar pieles encima.

BB ya planifica su despedida del cine, pero aún faltan un par de papeles recordables. Ahora con Claudia Cardinale, encarna a una de Las petroleras (1971), gran éxito comercial, y dos años después, a la sensual Jeanne en Si Don Juan fuese mujer, otra vez dirigida por Roger Vadim, en un frustrado intento no declarado de remake de Y dios creó a la mujer. La despedida en cámara no es nada feliz: a los 40 años protagoniza Colinot, el seductor (su película 44) y BB, ahora sí y para siempre, le dice au revoir al cine.
De allí en más surge su costado polémico y agresivo. Rodeada de animales, discutiendo con presidentes y empresarios sobre el tema que la preocupa, acusando al mundo islámico, defenestrando a los homosexuales, defendiendo con rabia ideológica al Frente Nacional y al líder Jean-Marie Le Pen, y en los últimos tiempos, a su hija Marine, candidata eterna de la derecha.

¿Cuántas miles de fotos le habrán sacado a BB en sus años dorados? ¿Cuántas veces fue portada de revistas? ¿Cuánto millones de francos recaudaron sus películas durante los años de esplendor? Esa es la Brigitte Bardot que interesa, aquella amada y deseada por multitudes. La que paseaba con imbatible sensualidad por la Croisette de Cannes. Esa que provocó interminables insomnios a un par de generaciones de fanáticos. La misma que fue creada por dios y el diablo en dosis similares. La criatura perfecta que solamente le pertenece a la memoria del cine.