De la «desmalvinización» a la reivindicación sin rumbo

Por Adrián FreijoPrimero el ocultamiento impuesto por los militares, después la desmalvinización de los albores democráticos y luego la reivindicación sin estrategia política, ¿Hasta cuándo?.

 

En enero 1966 el Secretario de Relaciones  Exteriores británico Michael Stewart, visitó la Argentina y tras reunirse  con el Canciller argentino Miguel Angel Zavala Ortiz el 14 de enero, apenas cinco meses antes del derrocamiento del presidente constitucional Arturo U. Illia por medio de un golpe militar el 28 de junio de ese año. ambos suscribieron un comunicado conjunto por el que ambas partes aceptaban la Resolución 2065 de la ONU y accedían a sentarse en la mesa de negociaciones para resolver la cuestión pendiente de la soberanía sobre las Islas Malvinas.

En 1968, se llegó a un acuerdo sobre el texto de un «Memorándum de Entendimiento» por el que el Reino Unido reconocía la soberanía argentina previo asegurar las comunicaciones con el continente y sobre ciertas garantías que aseguren los intereses de los habitantes de las Islas.

La presión de los isleños y las luchas políticas intestinas británicas hicieron que en definitiva el gobierno de Su Majestad optase por desconocer lo acordado, aunque el texto y el espíritu de aquello reaparecería pocos años después -durante la corta presidencia de Juan Domingo Perón- cuando ambos países en negociaciones secretas arribaron a un compromiso que ponía tiempo y condiciones al traspaso del ejercicio de la soberanía en un mecanismo que mucho se parecía al que los europeos acordaron con China para la resolución de la cuestión Hong Kong.

La muerte del líder justicialista, la inacción del gobierno de su sucesora y la interrupción del orden constitucional en 1976 echaron por tierra lo que fue, sostenido en el tiempo, el único lapso de una política de estado sobre la cuestión y que abarca desde la firma de la resolución 2065 de la Asamblea General de la ONU el 16 de diciembre de 1965 que reconocía la existencia de una disputa de soberanía entre el Reino Unido y la Argentina en torno a las islas y ordenaba el inicio de las negociaciones.

Cabe agregar que dicha resolución sigue vigente hasta nuestros días y es el único marco legal que encuadra la cuestión, aunque cuestiones de hecho -la guerra, la zona de exclusión, la militarización del archipiélago y el rechazo de los habitantes de las islas a cualquier presencia argentina- y de derecho -el cambio de status de Malvinas y los kelpers ante la Corona, los contratos petroleros y las concesiones pesqueras y las tibias resoluciones de la ONU que han ido degradando el tema en tiempo y espacio- hacen especialmente difícil cualquier avance en su cumplimiento.

Tras el conflicto bélico, con el gobierno militar en retirada y mucho más interesado en negociar la impunidad de sus crímenes que cualquier otra cuestión, el anuncio del retorno a la democracia tomó el centro de la escena y se convirtió en el tema central de debate.

La propia sociedad argentina, tal vez avergonzada por su comportamiento casi futbolero durante el conflicto -festejando la muerte como si la vida del enemigo nada valiese para luego enterarse que quienes caían en el campo de combate eran nuestros jóvenes soldados sin preparación ni apoyo alguno y tantas veces abandonados por sus propios mando- rápidamente miró para otro lado y se dispuso a un borrón y cuenta nueva que no incluyese la derrota de un país que se jactaba de tener uno de los pocos ejércitos invictos del planeta.

Los primeros años de la democracia, con un poder militar que se mantenía intacto y solo había accedido a entregar a las cúpulas del Proceso pero amenazaba con nuevas asonadas si la investigación de los crímenes cometidos se extendía hacia abajo del escalafón, pusieron a Raúl Alfonsín entre la espada y la pared: ¿era posible avanzar en el esclarecimiento de la cuestión Malvinas, los errores políticos y estratégicos, la improvisación criminal que representó el adelanto de una operación ya de por sí descabellada y que además estaba en pleno estudio cuando aquella marcha bajo el lema «Paz, Pan y Trabajo» desnudó el agotamiento del régimen y convenció a sus jefes de la necesidad de dar un golpe de efecto que uniese a la población en torno a una causa común superadora?.

La respuesta del líder radical fue, equivocada o no, la única posible en esas circunstancias. Permitió que las responsabilidades emergentes de la guerra fuesen juzgadas por los propios militares -lo que se hizo bajo la tutela del Informe Rattembach y terminó con sanciones a los comandantes que intervinieron en la decisión y armado del plan de guerra- y firmó las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que segmentaron las responsabilidades en violaciones a los derechos humanos dejando fuera del alcance de la ley a centenares de represores y criminales que vieron así consagrada su impunidad.

¿Claudicación?…seguramente si desde lo moral. Pero inevitable desde lo político. 

Pudo al menos condenar a los comandantes en un juicio histórico que el mundo tomó como ejemplo y consolidó ante la comunidad universal la cara de un país que al menos pretendía no dejar en el olvido el drama padecido. Y el apoyo a las organizaciones defensoras de los derechos humanos, unida a la creciente voz del país en los foros internacionales reclamando por sus muertos y desaparecidos, fueron señales suficientes de un nuevo tiempo y del cambio de paradigma cultural.

Claro que en el camino Malvinas, sus verdades y sus víctimas fueron quedando en el olvido. De eso no se hablaba y los que habían vuelto eran fantasmas de un pasado que era mejor no menear mucho.

El gobierno de Carlos Menem tomó una bisectriz como línea rectora. Avanzó en la estrategia del olvido a través del indulto que pretendía poner punto final a las consecuencias del Proceso y comenzó una fuerte campaña pública de reivindicación de los derechos argentinos sobre las islas, el reconocimiento a los combatientes y la vuelta a la mesa de negociaciones con los ingleses a partir de un paraguas protector que permitiese avanzar en acuerdos, negocios y contactos dejando para un «más adelante» no demasiado específico la discusión acerca de la soberanía.

Esta política de seducción, orientada por el canciller Guido Di Tella y que por momentos adquirió ribetes tragicómicos, no solo no representó avance alguno sino que terminó favoreciendo la irrupción plena de los kelpers como tercer actor en la discusión cuando en realidad se trata de una población trasplantada a partir del momento de la usurpación en 1933, lo que les quita cualquier derecho valedero de incidir en la resolución de fondo salvo, claro está, para ser escuchados en defensa de sus intereses.

Seguramente lo único rescatable de aquel intento fue que en la Argentina volvió a hablarse de Malvinas y que los ex combatientes comenzaron a ser reconocidos, retribuidos económicamente y plenamente aceptados como parta activa de un cuerpo social que, en cualquier país serio, nunca vuelve a ser igual después de una guerra.

Lenta pero firmemente el estado, en tiempos de Menem, fue visibilizando a los soldados que pisaron las islas, rescatando historia de heroísmo e integrando aquella parte de la historia a la cultura y el interés nacional. Lo que no es poco…

Lo que siguió hasta nuestros días fue una muestra constante de la pérdida de peso específico del país en el contexto internacional. Por culpas propias -alineamientos de espaldas al mundo desarrollado, acuerdos con potencias extra continentales para la instalación de bases militares en nuestro territorio favoreciendo intereses estratégicos de naciones enfrentadas con occidente, falta de control a la invasión de pesquerías chinas, coreanas, rusas y de otras tantas naciones en aguas del Atlántico Sur, acuerdos solapados con naciones señaladas como estados terroristas en los foros internacionales y la falta de una política de estado clara y determinante para reclamar la reivindicación de nuestros derechos soberanos- fueron degradando el tema en el propio seno de la ONU que ahora se limita, año a año, a una morosa admonición recordando que las partes deben sentarse a negociar. Lo que jamás ocurre y posiblemente no pase en mucho tiempo…

Porque el retorno de la Guerra Fría, las tensiones comerciales y militares con China, las aventuras militares de Vladimir Putín y la crisis energética y alimentaria en el mundo han hecho que para Estados Unidos y la Unión Europea la presencia británica en el Atlántico Sur vuelva a ser una cuestión de alta estrategia.

Máxime si la alternativa es que ese lugar lo ocupe la poco y nada confiable Argentina…

La que ocultó a sus soldados, intentó desmalvinizar para salvar una endeble democracia, quiso seducir para volver a negociar y solo consiguió protagonismo para quienes no lo tenían ni podían reclamarlo y luego se recostó sistemáticamente en los intereses de cuanto enemigo de Occidente tuviese a mano.

Por eso, no sobreactuemos ni el patriotismo ni la gesta: entre una resolución de 1965, apoyada por la comunidad internacional, que abría la puerta a un acuerdo definitivo, una guerra trucha y nuestras delirantes cuestiones internas, siempre elegimos el camino equivocado.

Que nos dejó tras un manto de neblina…