La líder del PT (Partido de los Trabajadores) prometió la noche del domingo ser “una presidenta mejor que hasta ahora”.¿Comprenderá que esa es la exigencia?.
“He entendido el mensaje”, afirmó Felipe González la noche de su última victoria electoral en 1993. Los socialistas españoles habían ganado por la mínima tras una campaña lastrada por distintos casos de corrupción y cuyo principal argumento fue agitar el miedo al regreso de la derecha. Pero el propósito de enmienda no pudo evitar una tendencia negativa de desgaste y a los tres años el PSOE perdía el Gobierno en unas elecciones anticipadas.
El agónico triunfo y reelección de Dilma Rousseff en Brasil, salvando las distancias, guarda semejanzas con aquella experiencia. La líder del PT (Partido de los Trabajadores) prometió la noche del domingo ser “una presidenta mejor que hasta ahora”, después de una agresiva campaña basada en la división social y étnica —pobres contra ricos, negros contra blancos, centros urbanos contra zonas rurales, sur contra norte, izquierda contra derecha— salpicada por acusaciones de corrupción. Ganó, con la imprescindible ayuda del carisma de Lula, por tan solo tres millones de votos en un país con 146 millones de ciudadanos con derecho a sufragio, de los que 50 votaron por su rival, el liberal Aécio Neves, del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB).
Las elecciones han configurado un Brasil partido en dos mitades, pero debe destacarse que los comicios han demostrado la solidez de la democracia brasileña y matizarse que, si bien la presidenta tendrá que esforzarse en reconciliar a los brasileños, la polarización política actual es mucho menor que en otros países de la región y que tampoco existe ni en la historia del país ni en el talante de sus ciudadanos tradición de enfrentamiento.
Dilma tendrá que ponerse a trabajar desde el mismo día de su toma de posesión el próximo 1 de enero en tres frentes. En el político, deberá afrontar de una vez por todas una reforma consensuada, de la que se habla hace más de 15 años, que reduzca el número de partidos parásitos en el Congreso con sus corruptelas locales y disfunciones de Gobierno.
En el exterior, tendrá que definir el papel de Brasil, restaurando la relación con EE UU, muy deteriorada tras las revelaciones de Snowden, y encontrando su lugar en América Latina, entre un Mercosur estancado y una Alianza del Pacífico en pleno despliegue, con más pragmatismo que prejuicios ideológicos como hasta ahora.
Más dura aún será la tarea en la economía. Brasil está en recesión técnica y su reto es crecer sin generar inflación, que hoy sobrepasa el objetivo oficial del 6%. Para ello, según el consenso de los analistas, será necesario reducir el intervencionismo del Estado en todas las áreas, lo que supone una burocracia asfixiante y encarece costes; una reforma laboral y de las pensiones que elimine los excesos actuales; una reforma fiscal que de verdad justifique la presión que soportan los brasileños —cercana al 36% de la OCDE— ofreciendo servicios públicos de calidad; una revolución educativa, así como atraer inversiones extranjeras para desarrollar unas infraestructuras cuya ausencia se ha convertido en un auténtico impuesto al desarrollo del país.
Esta agenda estaba en las demandas de las multitudinarias manifestaciones de junio de 2013. Entonces, Dilma dijo haber entendido el mensaje y prometió reformas, pero lo que el público vio fue cómo se levantaban carísimos estadios mientras todo seguía igual o se construía el puerto de Mariel en Cuba, mientras el grano se pudría en el de Santos.
Los electores le han dado una segunda oportunidad a Dilma. ¿Será la presidenta capaz de encarnar el cambio del cambio? ¿Habrá entendido ahora el mensaje?